“Oh Canada: La verdad duele, pero libera“
Hablar de Paul Schrader es adentrarse en la mente de uno de los cineastas más fascinantes y complejos del cine contemporáneo. Nacido en una familia calvinista que le prohibía ver películas hasta los 17 años, Schrader se obsesionó con el cine como quien descubre una religión. Graduado en estudios teológicos y más tarde alumno de la mítica UCLA, construyó una carrera que ha sido, en muchos sentidos, una exploración de los dilemas morales de su propia fe perdida. Como guionista, su colaboración con Martin Scorsese marcó la historia del séptimo arte: Taxi Driver, Toro Salvaje o La última tentación de Cristo son obras que no solo desnudan el alma de sus protagonistas, sino también la de sus espectadores.
Como director, Schrader siempre ha sido un hombre de extremos. Desde el estilizado nihilismo de American Gigolo hasta la brutal honestidad de Affliction, su filmografía ha evolucionado con un rigor que pocos se atreven a mantener. Obras como First Reformed o El contador de cartas nos muestran a un Schrader más maduro, que ha cambiado la furia por la contemplación, pero no ha perdido un ápice de intensidad. Con Oh Canada, el director cierra una especie de trilogía espiritual en la que, más que redimir a sus personajes, les obliga a enfrentarse a la verdad, esa verdad que quema pero libera.
En Oh Canada, Schrader nos introduce en la vida de Leonard Fife, un documentalista cuya carrera estuvo marcada por el coraje de desenterrar verdades incómodas. Interpretado por un magistral Richard Gere, Fife no es el héroe convencional. Es un hombre lleno de sombras, que utilizó su cámara tanto para exponer la corrupción como para escapar de sus propios fracasos personales. Ahora, frente a la muerte y bajo la mirada inquisitiva de dos antiguos alumnos, Leonard decide reescribir las reglas de su propia narrativa.
La película, estructurada como un diálogo entre presente y pasado, utiliza la entrevista-documental como un vehículo para explorar no solo la vida de Fife, sino también las mentiras que nos contamos para sobrevivir. Schrader teje un guion lleno de matices, donde cada pregunta del equipo de rodaje parece ser un golpe directo al corazón del protagonista. Sin embargo, Leonard no se limita a responder; aprovecha cada momento para construir su confesión final, una que no solo busca redención, sino que también pone en jaque a quienes le rodean, incluida su esposa Emma (Uma Thurman).
Es imposible no encontrar ecos de películas como Frost/Nixon (2008), de Ron Howard, o incluso The Fog of War (2003), el fascinante documental de Errol Morris, que disecciona la mente de figuras poderosas a través de confesiones tardías. Al igual que en esas obras, Oh Canada utiliza la entrevista como un campo de batalla, donde las palabras son armas y la verdad, una presa esquiva. Sin embargo, Schrader va más allá: aquí, el entrevistado no solo responde, sino que controla, manipula y, finalmente, desarma a sus interlocutores, convirtiendo la película en un duelo psicológico de proporciones bíblicas.
Richard Gere entrega una de las mejores actuaciones de su carrera. Su Leonard Fife no solo carga con el peso de su enfermedad, sino con el de una vida marcada por decisiones difíciles y secretos inconfesables. Gere domina cada escena con una mezcla de fragilidad y arrogancia, mostrando que incluso los héroes tienen pies de barro. Uma Thurman, por su parte, brilla como Emma, una mujer que ha vivido a la sombra de la genialidad de su esposo, pero que también es su brújula moral. La química entre Gere y Thurman es palpable, especialmente en los momentos de mayor tensión emocional. Jacob Elordi, como el joven Leonard, aporta una intensidad que contrasta con la resignación de su versión adulta, mientras que Kristine Frøseth y Michael Imperioli destacan en papeles secundarios que enriquecen la narrativa.
Schrader, fiel a su estilo, utiliza la cámara como un espejo. Los planos estáticos, casi claustrofóbicos, reflejan la prisión emocional de Leonard, mientras que los flashbacks se filman con una energía casi febril, como si el pasado estuviera vivo y respirara junto a los personajes. La fotografía, sombría y contenida, refuerza el tono introspectivo de la película, mientras que los fragmentos de los documentales de Fife funcionan como un eco constante de su legado.
Si hay algo que define a Paul Schrader es su habilidad para diseccionar el alma humana. En Oh Canada, el director nos enfrenta a una verdad incómoda: no hay redención sin confrontación. A través de Leonard Fife, Schrader nos muestra que el legado no se construye con los logros, sino con la honestidad de reconocer nuestros fracasos.
El título de la película, un guiño al himno nacional canadiense, adquiere un significado irónico y poético. Canadá, país donde Leonard busca refugio y distancia de los horrores que filmó, se convierte en una metáfora del escape, pero también del exilio emocional. Para Schrader, no hay refugio verdadero hasta que aceptamos quiénes somos y qué hemos hecho.
Como sucedió con La sombra del poder (2009), donde la búsqueda de la verdad también es una lucha contra las instituciones y el tiempo, Oh Canada utiliza el periodismo y el cine documental como una forma de rebelión, pero también como un espejo de la fragilidad humana.
Oh Canada no es solo una película; es una meditación sobre la vida, el arte y el precio de la verdad. Con su ritmo pausado y sus diálogos cargados de significado, exige paciencia y atención, pero recompensa a quien se deje llevar por su profundidad. Paul Schrader, en el ocaso de su carrera, ha demostrado que aún tiene mucho que decir, y que su cine, como sus personajes, sigue buscando respuestas en un mundo lleno de preguntas.
Al final, Leonard Fife no encuentra la absolución que quizá esperaba, pero deja algo más valioso: un testimonio honesto, una confesión que, como las mejores obras de Schrader, nos obliga a mirar hacia adentro y preguntarnos si estamos preparados para enfrentar nuestras propias verdades.
Xabier Garzarain


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