“La semilla de la higuera sagrada: una parábola sobre el miedo y la confianza rota.”

 Mohammad Rasoulof, uno de los cineastas más audaces e influyentes del Irán contemporáneo, construye con La semilla de la higuera sagrada una pieza que no solo expone las fracturas del sistema social y político de su país, sino que también interroga los límites de la confianza y la autoridad en el ámbito más íntimo: la familia. Desde sus primeras obras como Iron Island (2005), Rasoulof ha ido refinando su capacidad para tejer narrativas que combinan la crítica sociopolítica con un estilo visual poderoso. Si en There Is No Evil (2020) —ganadora del Oso de Oro en Berlín— nos ofreció una meditación sobre la pena de muerte y la resistencia individual frente a la opresión, en esta ocasión nos lleva a un terreno más personal y visceral, donde la paranoia y el miedo convierten a un hombre en prisionero de sus propias inseguridades.


Para comprender la profundidad de esta película, es imprescindible contextualizar la trayectoria de Rasoulof. Desde su debut, el director ha enfrentado una censura constante por parte del régimen iraní, lo que ha condicionado tanto la temática como el estilo de su cine. Su filmografía puede leerse como un acto continuo de resistencia, no solo contra las restricciones impuestas a la libertad creativa, sino también contra un sistema que asfixia a sus ciudadanos. En La semilla de la higuera sagrada, el director parece plasmar de manera simbólica su propia experiencia de ser vigilado y perseguido. La pistola desaparecida de Iman, elemento clave de la trama, se convierte en una metáfora del control perdido, del poder que se escapa de las manos tanto en lo público como en lo privado.



La estructura narrativa de la película es tan cautivadora como implacable. Rasoulof construye una tensión progresiva que nunca da tregua al espectador. Desde los primeros minutos, la desaparición del arma de Iman —un objeto aparentemente banal— siembra un desconcierto que se convierte en el eje de la historia. El director dosifica la información con maestría, dejando al público tan desorientado como el propio protagonista. Cada escena se carga de una tensión soterrada, potenciada por silencios prolongados y miradas cargadas de sospecha.


El ritmo, aunque deliberadamente pausado, nunca resulta tedioso. Por el contrario, Rasoulof utiliza esta cadencia para sumergirnos en la mente de Iman, cuya paranoia se despliega con una inquietante naturalidad. La trama, lejos de ofrecer giros inesperados o grandes revelaciones, opta por una aproximación realista y progresiva: un descenso controlado hacia el caos que resulta profundamente perturbador.


El reparto de La semilla de la higuera sagrada brilla por su autenticidad y su capacidad para transmitir emociones contenidas. Misagh Zare, en el papel de Iman, realiza una interpretación monumental. Su actuación es un ejercicio de contención que, lejos de caer en el exceso, transmite el tormento interno de un hombre dividido entre la responsabilidad y el miedo. Zare consigue que su personaje resulte a la vez comprensible y aterrador: su desconfianza hacia su familia, aunque injusta, refleja las inseguridades inherentes a un sistema que despoja a los individuos de cualquier certeza.



Mahsa Rostami, como Rezvan, ofrece una interpretación igual de impresionante. Su personaje, atrapado entre el amor por su esposo y el temor por su seguridad, es una presencia que equilibra la película. Sus silencios, sus miradas cargadas de resignación y sus pequeños gestos de desafío la convierten en un contrapunto perfecto al desmoronamiento de Iman.


El rodaje de La semilla de la higuera sagrada estuvo marcado por las mismas tensiones que retrata la película. Según declaraciones del equipo, varias escenas fueron filmadas en condiciones extremas debido a la vigilancia constante de las autoridades. Las escenas de los disturbios callejeros, por ejemplo, se grabaron con cámaras ocultas, lo que añade un nivel de autenticidad difícil de replicar en un entorno controlado. Además, Rasoulof insistió en rodar en ubicaciones reales de Teherán, capturando la esencia de la ciudad como un personaje más de la historia: caótica, impredecible y cargada de una violencia latente.


En el terreno del thriller psicológico, La semilla de la higuera sagrada se sitúa en la línea de obras como El inquilino de Roman Polanski o El proceso de Orson Welles, películas que exploran la paranoia y la alienación con un enfoque visual y narrativo similar. Sin embargo, Rasoulof aporta una sensibilidad única al género al enraizar la historia en el contexto sociopolítico de Irán. En este sentido, la película también dialoga con otros trabajos de la cinematografía iraní contemporánea, como La separación de Asghar Farhadi, aunque con un enfoque más sombrío y menos centrado en el melodrama.



La dirección de Rasoulof en esta película es, sin duda, una de sus más logradas. Cada plano está cargado de intención, desde los encuadres cerrados que refuerzan la claustrofobia de Iman hasta las tomas largas que subrayan la monotonía y la tensión de su entorno. La banda sonora de Karzan Mahmood, por su parte, es sutil pero efectiva: un conjunto de cuerdas tensas y sonidos atmosféricos que amplifican la sensación de amenaza.


El vestuario y la dirección artística, aunque discretos, juegan un papel crucial en la construcción del mundo de la película. Los tonos apagados y los diseños minimalistas reflejan la monotonía de la vida cotidiana en un contexto de opresión, mientras que los detalles en los interiores del hogar de Iman —las grietas en las paredes, los muebles desgastados— cuentan una historia paralela sobre la erosión de la estabilidad familiar.


La fotografía de Pooyan Aghababaei es una obra de arte en sí misma. El uso de luces y sombras refuerza la sensación de aislamiento del protagonista, mientras que la cámara, siempre cercana pero nunca invasiva, nos invita a ser testigos silenciosos de su progresiva caída en la desesperación. El atrezzo, aunque aparentemente sencillo, está cargado de significado: desde la pistola desaparecida hasta los pequeños objetos cotidianos que adquieren un nuevo peso en el contexto de la paranoia de Iman.



La semilla de la higuera sagrada no es una película que ofrezca respuestas fáciles ni resoluciones cómodas. Mohammad Rasoulof nos sumerge en un microcosmos que refleja la realidad sociopolítica de su país: un sistema basado en el control, la opresión y la erosión de los vínculos humanos más esenciales. Pero lo que hace que esta obra trascienda su contexto local es su capacidad para hablar de temas universales, como la fragilidad de la confianza y el impacto del miedo en nuestras vidas.


El mensaje principal de la película radica en cómo los sistemas opresivos no solo afectan a las estructuras sociales visibles —el trabajo, las instituciones, las relaciones públicas—, sino que también penetran en los espacios más privados: el hogar y la mente. Al igual que Iman pierde el control de su vida debido a la desaparición de un objeto tan aparentemente insignificante como su pistola, los espectadores son confrontados con la idea de que la inestabilidad externa puede infiltrarse en lo interno, destruyendo no solo la confianza en los demás, sino también la confianza en uno mismo.


La película también plantea una reflexión sobre el precio de la autoridad. Como juez de instrucción, Iman es alguien que representa el orden y la justicia, pero Rasoulof nos muestra cómo esos ideales se corrompen cuando el poder se ve teñido por el miedo. La figura de Iman encarna un dilema moral: ¿hasta qué punto las personas con autoridad pueden tomar decisiones justas cuando están atrapadas en un sistema que desconfía de todos? Este dilema no solo afecta al protagonista, sino que también interpela al espectador, quien es invitado a cuestionar su propia relación con las figuras de poder y las decisiones que estas toman.



En un nivel más íntimo, La semilla de la higuera sagrada es una exploración de cómo la paranoia desgarra el tejido de las relaciones humanas. La sospecha de Iman hacia su esposa e hijas no solo refleja su deterioro psicológico, sino que también simboliza cómo las sociedades fracturadas por el control y la vigilancia generan individuos incapaces de confiar, incluso en las personas que más aman. Aquí es donde la película se vuelve universal: todos hemos experimentado, en mayor o menor medida, la ruptura de la confianza en nuestras vidas, y Rasoulof utiliza esta experiencia compartida para conectar emocionalmente con el espectador.


El título de la película, La semilla de la higuera sagrada, también merece una reflexión. La higuera, un árbol que en muchas culturas simboliza el conocimiento, la fecundidad y la conexión con lo divino, adquiere un significado irónico en el contexto de la película. La “semilla” que se planta en el hogar de Iman no es una fuente de vida o sabiduría, sino una semilla de destrucción: el miedo y la desconfianza. Rasoulof parece sugerir que, en un mundo donde la paranoia se convierte en el núcleo de las relaciones humanas, lo sagrado —ya sea la familia, la moral o incluso la fe— queda irremediablemente contaminado.


En última instancia, la película deja al espectador con una sensación de incomodidad y reflexión profunda. Rasoulof no ofrece una salida fácil a la espiral de desconfianza y miedo que plantea, pero al hacerlo, subraya la importancia de resistir. Resistir al miedo, resistir a la deshumanización y resistir al poder que intenta fragmentar nuestras relaciones más fundamentales. En este sentido, la obra es tanto una advertencia como un llamado a la acción. Nos desafía a proteger aquello que todavía consideramos sagrado en nuestras vidas: la capacidad de confiar, de amar y de mantener nuestra humanidad intacta, incluso en las circunstancias más adversas.


El director parece querer que el espectador se haga una pregunta crucial al salir de la sala de cine: ¿Qué estoy haciendo para preservar mi propia semilla de confianza y humanidad en un mundo que parece diseñado para destruirla? Este cuestionamiento es el verdadero triunfo de la película. Más allá de ser un thriller psicológico, es un espejo que nos confronta con nuestras propias inseguridades y miedos, obligándonos a reflexionar sobre las decisiones que tomamos y las relaciones que construimos.


En un panorama cinematográfico donde muchas películas buscan simplemente entretener, La semilla de la higuera sagrada se erige como una obra que exige atención, reflexión y acción. Es un recordatorio de que el arte, en su forma más pura, no solo debe reflejar la realidad, sino también transformarla. Rasoulof, con esta película, no solo cuenta una historia, sino que planta una semilla en la mente del espectador, una semilla que, esperamos, florezca en forma de resistencia frente a la desconfianza y el miedo.


Xabier Garzarain 

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