“The Order:El eco implacable del odio y la violencia”

 Justin Kurzel es un cineasta que nunca ha rehuido los terrenos ásperos de la condición humana. Desde su impactante debut con Snowtown (2011), donde exploró con crudeza la historia real de los asesinatos de Snowtown en Australia, hasta su Macbeth (2015), en la que aplicó su sello visual para sumergir al espectador en una tragedia shakesperiana de sangre y locura, Kurzel ha demostrado una capacidad única para diseccionar la violencia y sus motivaciones. Su paso por Hollywood con Assassin’s Creed (2016) intentó trasladar su sensibilidad visual a la gran maquinaria comercial, pero fue con True History of the Kelly Gang (2019) y Nitram (2021) cuando regresó con fuerza a su esencia: el estudio de personajes marginales, empujados a la brutalidad por sus circunstancias o su ideología. En The Order, Kurzel retoma estos elementos y los traslada a la América de los años 80, explorando el caldo de cultivo del supremacismo blanco y la violencia doméstica. No es solo un thriller de acción, sino una disección quirúrgica del odio y su poder de contagio.


El ritmo de The Order es tenso y calculado, alternando momentos de acción brutal con escenas de una frialdad aterradora. Kurzel maneja el tempo con la precisión de un cirujano, construyendo una atmósfera de amenaza constante. La película no se apresura en revelar sus cartas; en su primera mitad, la violencia es mostrada con una sequedad inquietante, pero a medida que avanza, el crescendo es imparable. Cada crimen, cada ataque, cada asesinato está filmado con un realismo descarnado que recuerda a la aproximación hiperrealista de cineastas como Michael Mann en Heat o William Friedkin en Vivir y morir en Los Ángeles. No hay estilización en la violencia, no hay catarsis: cada bala disparada pesa en la conciencia del espectador.



La trama se desarrolla en un contexto social específico: la América rural de los años 80, un terreno fértil para el crecimiento de grupos extremistas. La historia sigue a un agente del FBI, interpretado por Jude Law, quien empieza a notar un patrón en una serie de robos a bancos y ataques a furgones blindados. Su sospecha de que no se trata de criminales comunes sino de un grupo paramilitar supremacista es recibida con escepticismo por sus superiores, pero su instinto no le deja en paz. A medida que avanza en su investigación, descubre que detrás de estos actos de violencia hay un líder carismático y peligroso, encarnado por Nicholas Hoult, que ha construido un ejército de fanáticos dispuestos a todo. La tensión entre estos dos personajes es el núcleo de la película: un duelo psicológico donde el cazador y la presa intercambian constantemente sus papeles.


La interpretación de Jude Law es una de las mejores de su carrera reciente. Su personaje no es un héroe de acción típico; es un hombre desgastado, obsesionado con detener algo que sabe que está creciendo en las sombras. Su físico, su mirada cansada, su forma de moverse por los escenarios reflejan a un hombre que ha visto demasiado y que sabe que no hay redención en su trabajo, solo la posibilidad de contener, por un tiempo, lo inevitable. Nicholas Hoult, por otro lado, se despoja de cualquier rastro de simpatía para construir un villano frío y calculador. Su personaje no es un lunático que grita arengas vacías; es metódico, racional, convincente. Su magnetismo es lo que le convierte en una amenaza real, y Hoult logra transmitir esa mezcla de intelecto y fanatismo de manera escalofriante. Tye Sheridan, en el papel de un joven recluta del grupo extremista, ofrece una actuación sutil y compleja, capturando la fragilidad de un hombre que busca pertenencia y que, en el proceso, se deja arrastrar por el odio. Jurnee Smollett, como una periodista que empieza a destapar la verdad, aporta un contrapunto esencial a la historia, representando la lucha por exponer una realidad que muchos prefieren ignorar.


La relación de The Order con otras películas del género es inevitable. Su ADN se encuentra en clásicos como Mississippi Burning de Alan Parker, donde el racismo y la violencia estructural son el verdadero villano, o en The Siege de Edward Zwick, que exploraba la amenaza interna en suelo estadounidense. También bebe de Zodiac de David Fincher, en su meticulosa construcción del proceso de investigación y la obsesión de un hombre por hallar respuestas. Pero lo que distingue a The Order de estas referencias es su enfoque crudo y despojado de concesiones. No busca héroes ni finales reconfortantes; su brutalidad es más cercana a The Pledge de Sean Penn o Un plan sencillo de Sam Raimi, donde la moralidad se vuelve gris y las respuestas no son satisfactorias.



La dirección de fotografía de Adam Arkapaw, colaborador habitual de Kurzel, es otro de los grandes aciertos de la película. Los paisajes fríos y desolados del noroeste del Pacífico se convierten en un personaje más, un reflejo del vacío emocional de sus habitantes. La paleta de colores oscila entre los tonos ceniza y el marrón desgastado, evocando la sensación de un mundo que se desmorona lentamente. El uso de la iluminación natural y la cámara en mano en las secuencias más tensas refuerzan la sensación de realismo documental. El vestuario y el atrezo son impecables en su recreación de los años 80 sin caer en la nostalgia exagerada: los coches, las armas, los periódicos, los televisores, todo está ahí para construir un mundo tangible y creíble.


El cine de Justin Kurzel nunca ha sido complaciente ni ha buscado respuestas fáciles, y The Order no es la excepción. Si en Snowtown diseccionaba el horror doméstico y en Nitram exploraba la génesis de la violencia en un individuo alienado, aquí amplía su enfoque para examinar cómo el odio se institucionaliza, cómo se infiltra en las fisuras de una sociedad y las ensancha hasta que se convierten en grietas irreparables. No es solo la historia de un grupo de extremistas que siembran el terror en el noroeste del Pacífico en los años 80; es una radiografía del fanatismo, de la necesidad humana de pertenencia y de cómo, en ausencia de un propósito real, la ideología tóxica puede llenar ese vacío.


Lo más inquietante de la película es que, aunque está ambientada en el pasado, su eco resuena con una fuerza aterradora en el presente. Los discursos de odio que pensábamos enterrados han encontrado nuevas plataformas, nuevas voces, nuevas formas de seducción. The Order no es una advertencia sobre lo que podría pasar; es un recordatorio de lo que ya ha pasado, de lo que sigue pasando y de lo que pasará de nuevo si seguimos mirando hacia otro lado. Kurzel nos sumerge en una América que se desmorona, no por una amenaza externa, sino desde dentro, desde su núcleo, desde las mentes de aquellos que creen que la violencia es un medio legítimo para corregir lo que consideran un “orden roto”.



Pero la película no solo habla de los perpetradores del terror, sino también de los que intentan detenerlos, de aquellos que luchan por mantener una línea entre el orden y el caos, aunque esa línea sea cada vez más difusa. Jude Law encarna esa lucha, no como un héroe impoluto, sino como un hombre que comprende que su trabajo es, en el mejor de los casos, contener una marea imparable. Su personaje no busca gloria ni reconocimiento, solo la posibilidad de evitar un desastre mayor. Y ahí reside la verdadera tragedia de The Order: en la sensación de inevitabilidad, en el conocimiento de que la historia no es una serie de eventos inconexos, sino un ciclo que se repite con diferentes nombres, diferentes rostros, diferentes excusas.


Kurzel no nos deja con una resolución satisfactoria porque la realidad no la ofrece. No hay redención, no hay cierre emocional. Hay un rastro de destrucción, de vidas truncadas, de preguntas que siguen flotando en el aire sin respuesta. Y quizás esa sea la intención última del director: sacarnos del cine con una sensación de incomodidad, con una conciencia renovada de que la oscuridad nunca desaparece del todo, solo espera su momento para volver. En un tiempo donde el extremismo sigue evolucionando y adaptándose a nuevos discursos, The Order nos obliga a enfrentarnos a una verdad incómoda: el mayor peligro no siempre es el que vemos venir, sino el que ignoramos hasta que es demasiado tarde.


Xabier Garzarain 


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