“El Casoplon:”Cuando la comedia toca hueso.

 Joaquín Mazón regresa con El casoplón, una comedia de apariencia ligera pero no exenta de carga social, que marca un interesante punto de inflexión en la trayectoria del director. Tras consolidarse en el ámbito televisivo con series como Allí abajo o Con el culo al aire, Mazón ha sabido trasladar ese tono cercano y popular a sus trabajos cinematográficos, donde títulos como Cuerpo de élite (2016) o La vida padre (2022) ya revelaban su interés por el costumbrismo contemporáneo, el humor coral y las tensiones entre clases.


Sin embargo, El casoplón da un paso más. Lejos del enredo puro o el gag fácil, Mazón se sumerge en un verano asfixiante para retratar, a través de la sátira, las grietas del llamado bienestar familiar. La película arranca con un ritmo dinámico, con una sucesión de escenas en clave de comedia doméstica, que se va transformando progresivamente en una fábula social disfrazada de vacaciones idílicas. El tono nunca abandona el humor, pero se filtra un poso de desazón que recuerda a ciertas piezas italianas del neorrealismo tardío, como Pan, amor y fantasía o incluso a las tensiones veraniegas de Parque Vía de Enrique Rivero, aunque aquí pasado todo por el filtro amable del cine comercial.


La trama —sencilla pero eficaz— permite al director construir una metáfora elocuente: la familia que ocupa temporalmente una casa que no es suya encarna el sueño (y la impostura) de una clase media que anhela un lujo ajeno, aún a sabiendas de que es prestado, efímero, impostado. La interpretación de Pablo Chiapella, muy lejos de su conocido Amador de La que se avecina, sorprende por su contención. Su Carlos es un hombre al borde del colapso, que sostiene con esfuerzo una dignidad frágil. A su lado, Raquel Guerrero brilla con espontaneidad, y juntos logran que la pareja resulte creíble, tierna y contradictoria. Mención aparte merece Iñaki Miramón, que encarna al propietario de la casa con una mezcla de condescendencia y pasiva agresividad que añade una capa incómoda y necesaria a la historia.


El rodaje, según reveló Mazón en entrevistas, tuvo que enfrentarse a olas de calor reales, lo cual no solo añade veracidad a cada plano sudoroso, sino que influyó en el ritmo de producción. El equipo técnico, lejos de disfrazar el calor, lo incorpora como un personaje más. En este sentido, la fotografía de Josu Inchaustegui opta por una paleta cálida y vibrante, casi abrasiva, que intensifica la sensación de encierro y ahogo. En contraste, los interiores del casoplón se llenan de blancos fríos, mármoles relucientes y falsas promesas de bienestar. El vestuario, a cargo de Vinyet Escobar, hace un trabajo minucioso para marcar la distancia de clase: lo que los niños visten en casa ajena no les pertenece, y eso se nota en cada pliegue.


La música, sin ser especialmente memorable, acompaña con acierto los cambios de tono. Lo más destacable es el uso de canciones populares veraniegas que contrastan con los conflictos soterrados. Todo ello compone un fresco familiar en el que se cruzan ecos del cine de Daniel Sánchez Arévalo o Fernando León de Aranoa (especialmente Familia o Los lunes al sol), aunque con un envoltorio mucho más accesible.


En conclusión, El casoplón es una comedia con fondo, que entretiene sin renunciar a un discurso. Mazón demuestra madurez al saber manejar las tensiones de una historia que, en otras manos, habría derivado en el cliché. Aquí hay una mirada compasiva hacia la clase trabajadora, un análisis sutil de la falsa movilidad social, y una crítica al espejismo de los sueños prestados. Porque en el fondo, lo que nos quiere decir el director es que no hay ventilador de última generación que nos salve del calor estructural. Y que, a veces, lo que más quema no es el sol, sino el deseo de vivir una vida que no es la nuestra.


Xabier Garzarain 

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