“Estragos:”el infierno se filma en plano secuencia.

 Desde que irrumpiera con Merantau (2009) y revolucionara el cine de acción con The Raid y su secuela, Gareth Evans ha sido un director que trabaja el cuerpo como lenguaje. En sus películas, la violencia no es un fin en sí misma, sino una vía de acceso a lo esencial, a lo que no se puede decir. Con Apostle (2018), se atrevió con el horror religioso, con atmósferas enfermizas y narrativas más densas. Y en la serie Gangs of London perfeccionó el cruce entre violencia física, construcción coral y política de poder. Ahora, con Estragos, vuelve al largometraje con una obra más sobria, más madura, donde la acción ha cedido terreno al desgaste, al silencio, a la corrupción como telón de fondo de una sociedad en ruinas.


Aquí no hay redención posible ni estallidos coreografiados para el aplauso. Evans ha dado un paso más en su evolución como autor: se ha despojado de la pirotecnia visual sin renunciar a su sello. La acción sigue existiendo, pero está filtrada por el peso del tiempo, por la moral gris de sus personajes y por la imposibilidad de distinguir entre justicia y supervivencia. Ya no se trata de quién golpea más fuerte, sino de quién resiste más tiempo antes de quebrarse.


Walker, el detective que interpreta Tom Hardy, se convierte en ese espectro que camina por una ciudad en descomposición, enfrentándose a una red de criminales y políticos donde nadie es lo que parece. El guion, también firmado por Evans, estructura la película como un descenso controlado: cada escena abre una nueva capa de putrefacción, hasta que el espectador, como el protagonista, ya no sabe si está buscando justicia o simplemente escapando de sí mismo. Hay algo de Serpico aquí, pero sin la fe ingenua. Algo de Zodiac, pero sin el método. Y mucho de The Wire, sobre todo en ese eco de derrota que lo envuelve todo.


Tom Hardy contiene todo su músculo físico para regalarnos una interpretación tensa, llena de miradas, de muecas, de silencios que cargan más que cualquier discurso. Forest Whitaker es el mentor cansado, que ya ha visto todo, incluso su propia rendición. Timothy Olyphant desliza veneno en cada frase, y Justin Cornwell aporta ese último hilo de idealismo que la película no se atreve a matar del todo. Jessie Mei Li, Quelin Sepulveda, Xelia Mendes-Jones… todos construyen un universo coral sin fisuras, donde cada personaje parece arrastrar su propia historia de heridas y renuncias.


El rodaje fue tan físico como mental. Hardy y Sunny Pang se entrenaron durante meses para ejecutar combates sin dobles. Pero Evans no convierte esas escenas en espectáculo: están filmadas con frialdad, en plano medio, con una violencia que duele y desorienta. La ya célebre escena del aparcamiento subterráneo —rodada en un plano secuencia de casi cinco minutos— es un prodigio técnico, pero sobre todo narrativo: es la brutalidad sin oxígeno, la precisión sin glamour.


Matt Flannery, fiel director de fotografía de Evans, tiñe la película de tonos fríos, sucios, que no embellecen, solo acentúan la asfixia. La ciudad no tiene nombre, pero huele a todas. Los interiores están saturados de fluorescentes verdes y azules que enferman la imagen. La música, de Fajar Yuskemal y Aria Prayogi, es casi subterránea: zumbidos, graves, disonancias que nunca terminan de explotar, como si la tensión fuera ya un estado permanente.


El vestuario y el atrezo juegan a favor de esa sensación de desgaste: no hay personajes bien vestidos, no hay coches relucientes, no hay despachos que impresionen. Todo está al borde del colapso: desde los edificios hasta las personas. Y en ese contexto, cada decisión estética es una declaración política.


En Estragos hay ecos evidentes de Lumet, Friedkin, Mann y Fincher. Pero Evans no se limita a rendir tributo: se apropia del noir para filtrarlo por su propio universo físico y ético. La corrupción no es solo un tema: es una textura. La película no denuncia, ni moraliza. Observa. Descompone. Y deja que el espectador extraiga las consecuencias.


Al final, Estragos no ofrece consuelo. No hay justicia restaurativa. No hay luz al final del túnel. Solo queda seguir caminando por las sombras con la certeza de que el sistema no puede salvarse porque es la enfermedad. Es una película que exige atención, que incomoda, que no busca respuestas sino grietas. Y en ese sentido, es también una obra valiente: porque no pretende gustar, ni siquiera convencer. Solo resistir.


Evans, con Estragos, no solo confirma su talento como maestro de la acción, sino que da un giro audaz hacia un cine más introspectivo, más amargo, donde el conflicto ya no se resuelve con un puñetazo, sino con una elección moral. Has sabido abandonar tu propia zona de confort, renunciando al virtuosismo visual de tus inicios para abrazar una oscuridad más real, más sucia, más cercana. Este noir urbano, denso y brutal, demuestra que tu mirada no se acomoda, que sigue buscando nuevas formas de incomodar, de tensar, de contar. Ojalá sigas explorando estos terrenos: los del desencanto, la corrupción estructural, la violencia que no se celebra. Porque hay pocos directores capaces de evolucionar sin traicionarse. Y tú acabas de demostrar que lo más valiente no es mantenerse en lo alto, sino atreverse a descender, a mirar lo más hondo y aún así seguir filmando.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“La Sustancia”: Jo que noche.