El Contable 2: ecuaciones del alma.

Gavin O’Connor es uno de esos directores que ha construido una filmografía coherente sin necesidad de hacer ruido. Lejos de los focos mediáticos y los excesos estilísticos, su cine se ha caracterizado por una mirada profundamente humanista sobre personajes marcados por el trauma, la culpa y el esfuerzo por redimirse. Desde Tumbleweeds (1999), donde ya exploraba la resiliencia femenina en el sur de Estados Unidos, hasta Warrior (2011), quizás su obra más rotunda hasta la fecha, ha mostrado una obsesión casi bergmaniana con las relaciones familiares rotas y los silencios no dichos. En Warrior, esa fractura se expresaba a través de dos hermanos enfrentados en un torneo de artes marciales mixtas; en El contable (2016), el protagonista, Christian Wolff, era una figura aún más elusiva: un hombre autista que canalizaba su lógica matemática hacia el mundo del crimen y la violencia reglada.


El contable 2 no sólo continúa la historia de Wolff, sino que profundiza en la evolución temática y emocional del director. Esta secuela es menos una continuación que una expansión del universo ético y emocional que O’Connor ha ido perfilando a lo largo de los años. Aquí, el combate no es físico, sino moral. Las heridas no son de los puños, sino del alma. La violencia se mantiene, sí, pero ya no es espectacular: es inevitable, casi matemática.


La película arranca con una muerte y un enigma: un asesinato acompañado de un mensaje críptico —“encuentra al contador”— que sirve como disparador narrativo y emocional. Wolff (Ben Affleck), marcado por un pasado lleno de sombras, se ve forzado a volver a los márgenes de la legalidad para esclarecer qué se oculta tras esa frase. En esta búsqueda se cruza con Marybeth Medina (Cynthia Addai-Robinson), una agente del Tesoro cuya inteligencia y entereza resultan fundamentales para que la película gane en peso emocional. Medina ya no es simplemente la funcionaria eficaz de la primera parte; ahora es un personaje que encarna el conflicto entre la ley y la ética, entre lo que debe hacerse y lo que es justo hacer.


Una de las claves de la película es la reintroducción de Brax (Jon Bernthal), hermano de Christian, y uno de los personajes más complejos del universo O’Connor. En Warrior, Tom Hardy interpretaba a un luchador emocionalmente bloqueado, incapaz de verbalizar su dolor salvo con los puños. Brax bebe directamente de esa tradición: es brutal, imparable, pero bajo esa coraza de violencia late un niño abandonado, un hermano herido. El reencuentro entre Christian y Brax no sólo es uno de los momentos más intensos de la película, sino también una metáfora perfecta del cine de O’Connor: dos hombres que se entienden a través de códigos no verbales, donde la redención pasa por el reconocimiento del otro.


Ben Affleck vuelve a encarnar a Christian Wolff con una contención pasmosa. Su interpretación escapa del efectismo y rehúye cualquier gesto superfluo. En un cine plagado de personajes grandilocuentes, Affleck construye desde la introspección, desde una fisicidad que habla más que las palabras. Su rostro casi inexpresivo no es falta de emoción, sino su propia estrategia expresiva: Christian no reacciona como los demás, pero eso no significa que no sienta. Cada pequeño matiz —un parpadeo, una respiración contenida, un leve temblor en la mandíbula— nos habla de un personaje encerrado en sí mismo, que necesita traducir el mundo en lógica para no perderse en él.


Lo interesante es cómo Affleck ha perfeccionado esta interpretación desde la primera entrega. Aquí hay una evolución: sigue siendo el mismo hombre contenido, sí, pero hay grietas. Hay momentos donde el control se tambalea, donde el vínculo con su hermano o con Medina lo descoloca. En esas grietas, Affleck demuestra un dominio absoluto del tempo emocional del personaje. No actúa para el espectador, sino desde el personaje. Un trabajo sutil, y precisamente por eso, potente.


Jon Bernthal, por su parte, es puro nervio. Brax es el reverso emocional de Christian, y Bernthal lo entiende a la perfección: mientras su hermano es lógica, él es pura pulsión. Pero lo que podría haber sido una interpretación explosiva y ya está, se convierte en algo mucho más complejo gracias a Bernthal. Su Brax no es un simple matón: hay dolor, hay rencor, hay una necesidad desesperada de reconocimiento. Bernthal dota al personaje de una humanidad desbordante en las escenas compartidas con Affleck. Su química es áspera, llena de silencios y hostilidad, pero también de historia compartida. En sus manos, Brax es un personaje herido que disfraza el abandono con violencia.


Cynthia Addai-Robinson ofrece una interpretación sobria pero muy eficaz como Marybeth Medina. En El contable 2, su personaje gana peso y profundidad: ya no es sólo una figura institucional, sino una mujer que se enfrenta a dilemas morales complejos. Addai-Robinson evita el arquetipo de la agente dura y fría, y opta por una interpretación más matizada. Nos muestra a alguien que está aprendiendo a confiar, que entiende que las reglas no siempre sirven para hacer justicia. Es una interpretación de resistencia, de inteligencia en marcha, que se convierte en el verdadero contrapunto emocional del protagonista.


J.K. Simmons, aunque su presencia es más secundaria, vuelve a demostrar por qué es uno de los grandes secundarios del cine americano. Su Ray King, incluso en sus breves apariciones, encarna el desencanto del sistema, la ambigüedad del poder. Una figura paternal y ambigua que funciona como ancla dramática para la historia.


Mención especial merece Daniella Pineda, cuyo personaje (Anais) añade una nota de frescura y peligro en el último acto. Pineda juega con el carisma y el desconcierto, ofreciendo una actuación que desestabiliza el equilibrio de la trama y obliga a los protagonistas a redefinirse.


La dirección de Gavin O’Connor es sobria, precisa, sin fuegos artificiales. Confía en la puesta en escena, en los encuadres cerrados que reflejan la opresión de los personajes y en el montaje de Richard Pearson, que evita el frenesí de otros thrillers contemporáneos para optar por un ritmo contenido, casi hipnótico. Las escenas de acción, cuando llegan, son brutales pero breves, como ráfagas necesarias en una narrativa más preocupada por el interior de los personajes que por el espectáculo.


La fotografía de Seamus McGarvey —aunque aquí opera en segundo plano— construye un mundo visual que podría ser un tablero de ajedrez: frío, geométrico, donde cada movimiento tiene consecuencias. Hay una lógica visual en la simetría de los planos, en los reflejos distorsionados, en los corredores infinitos que parecen salidos de una mente lógica y trastornada a la vez. La música de Mark Isham subraya este universo con una banda sonora electrónica, que abandona el subrayado emocional clásico para adentrarse en una pulsión más mental, más interior.


El vestuario de Isis Mussenden —que ya había trabajado en Las crónicas de Narnia— construye con discreción pero eficacia a los personajes: trajes grises, tejidos funcionales, ausencia de ornamento. En este mundo, nadie viste para ser visto; cada prenda es un escudo o una herramienta. El trabajo de Susan Benjamin en la dirección artística y el decorado refuerza esta idea: la oficina de Wolff es minimalista, ordenada, casi inhumana, mientras que los espacios de los antagonistas están llenos de excesos y caos, marcando la dualidad entre lógica y corrupción.


Pero más allá del estilo, es el mensaje lo que eleva a El contable 2 por encima del thriller convencional. Gavin O’Connor vuelve a plantear una pregunta incómoda: ¿quiénes son los verdaderos monstruos? ¿Aquellos que viven en los márgenes, como Christian, con sus códigos inquebrantables, o los que ostentan el poder, escondiendo sus crímenes bajo trajes caros y despachos elegantes? El director no ofrece respuestas fáciles, pero sí sugiere que la justicia, a veces, debe escribirse en un lenguaje que el sistema no entiende.


En su conclusión, El contable 2 no busca epatar, sino cerrar un círculo emocional. Wolff no cambia radicalmente, pero da un paso hacia la luz, hacia el reconocimiento del otro. El mensaje de la película es claro y devastador: incluso aquellos que parecen estar más allá del bien y del mal son capaces de construir vínculos, de encontrar una forma de redención. No a través de la palabra, sino del acto.


Gavin O’Connor ha creado una secuela que no sólo está a la altura de su predecesora, sino que la enriquece. En tiempos de franquicias ruidosas y secuelas vacías, El contable 2 es una rareza: una película de acción que piensa, siente y, sobre todo, respira. Un thriller matemático donde la operación más difícil no es resolver un crimen, sino recomponer un alma rota.


Xabier Garzarain 

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