“La cita:” ¿Estás sola?
A lo largo de su filmografía, Christopher Landon ha jugado con la muerte como quien juega con una baraja marcada. En Happy Death Day la convertía en rutina; en Freaky, en una excusa sangrienta para explorar el género y la identidad. Pero La cita es otra cosa. Aquí no hay trucos de feria, ni reversos cómicos: hay una amenaza invisible que se arrastra bajo la mesa, entre copa y copa, entre palabra y silencio. Esta es, sin duda, su película más adulta, más contenida, y más afilada.
Violet —una Meghann Fahy monumental, sutil y emocionalmente desarmada— es una mujer que ha estado demasiado tiempo en pie, sosteniendo el mundo de otros. Viuda, madre, cuidadora… Hasta que un día decide volver a tener algo que se parezca al deseo. Lo que sigue no es una historia romántica, ni siquiera una historia de redención. Es un descenso delicado pero implacable hacia la duda, la sospecha, la inquietud.
Desde su celebrado papel en The White Lotus, donde bordaba a una esposa feliz con un poso de inquietud perfectamente calibrado, Fahy ha demostrado ser una actriz capaz de sugerir abismos con una sola inflexión. Aquí, cada pequeño gesto —una risa nerviosa, un silencio ante el teléfono, una mirada sostenida— construye un personaje roto que intenta recomponerse con cuidado, con miedo. Su interpretación convierte una cita cualquiera en una pesadilla doméstica y emocional.
Brandon Sklenar, por su parte, se desliza entre la simpatía y lo perturbador con una precisión casi clínica. Es el tipo de actor que sabe usar su atractivo para incomodar. Henry no es un villano al uso; es una posibilidad. Y eso lo vuelve más peligroso.
Lo fascinante de La cita es que, aunque podría haberse quedado en la fórmula del “él tiene un secreto”, o del “ella no está tan cuerda”, Landon opta por algo mucho más sutil. El guion de Jillian Jacobs y Chris Roach no se apoya en giros efectistas, sino en atmósferas: una llamada sin respuesta, una frase que parece demasiado pensada, una sensación que se cuela como un escalofrío. Aquí el miedo no es lo que ocurre, sino lo que podrías estar a punto de descubrir.
Hay ecos, por supuesto, de thrillers psicológicos protagonizados por mujeres que han aprendido a vivir con el miedo: Sleeping with the Enemy, The Night Listener, Gone Girl… Pero también de un cine más reciente y sofisticado como The Invisible Man (curiosamente también producido por Blumhouse), donde el terror nace del aislamiento, del descrédito, de la idea de que nadie más está viendo lo que tú estás viviendo. Violet, como Cecilia en The Invisible Man, no sabe si la están persiguiendo o si ha dejado de poder confiar en su propio juicio.
La puesta en escena es contenida pero absolutamente precisa. La fotografía de Marc Spicer convierte un restaurante anodino en una especie de escenario flotante, donde todo puede ocurrir sin que nada parezca moverse. El trabajo de arte es minucioso: lo que está en el plano tiene un propósito narrativo. Y la música de Bear McCreary —sutil, atmosférica, a veces apenas una pulsación— se convierte en el latido oculto de la historia. Lo que no se dice, lo que no se muestra, lo que se oculta entre las palabras.
El vestuario también tiene su propio arco dramático. Violet llega a la cita vestida con contención, como si su ropa fuera una coraza que no sabe si quitarse. Henry, impecable, parece ensayado. Nada está dejado al azar. Ni siquiera lo que parece espontáneo.
Y en medio de todo eso, un teléfono que suena. Un mensaje que no llega. Una voz al otro lado que no se identifica. Durante el rodaje, Fahy pidió no conocer las frases que se le dirían por teléfono en cada toma. Lo que vemos en pantalla es su reacción real, su desconcierto genuino. Ese pequeño detalle —que en manos torpes sería un truco— aquí se convierte en una herramienta emocional que atraviesa la pantalla.
La cita no busca respuestas. No quiere que salgas del cine sabiendo quién era el culpable. Lo que quiere es algo más incómodo, más persistente: que sientas el miedo de volver a abrirte cuando ya te han herido. Que recuerdes lo difícil que es distinguir entre un gesto amable y una amenaza. Que sepas lo fácil que es quedarse solo, incluso cuando hay alguien frente a ti, sonriendo.
Porque lo que Landon construye aquí no es solo un thriller elegante y sugerente. Es un retrato del pánico que provoca la vulnerabilidad. El miedo a confiar. A volver a ser alguien con deseos. A no saber si esa voz que escuchas —esa que te susurra al oído desde la oscuridad— es real, o solo el eco de todo lo que todavía no has podido cerrar.
Xabier Garzarain

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