“Un funeral de locos:”cuando la muerte desata la verdad y la risa.

 Con Un funeral de locos, Manuel Gómez Pereira regresa a la comedia coral con un pie en el esperpento y otro en el retrato emocional de una familia al borde del colapso. Es un regreso esperado, no tanto por el tiempo que ha pasado desde su último trabajo (Amor en defensa propia, 2020), sino por el modo en que esta película dialoga con toda su filmografía anterior, desde aquellas primeras comedias de los años 90 que supieron captar los cambios sociales con una mirada ácida, divertida y humanista. Gómez Pereira ha sido siempre un cronista de las relaciones humanas: en Boca a boca (1995) exploraba el deseo y la identidad en clave de enredo; en El amor perjudica seriamente la salud (1996) narraba la historia de un amor imposible a través de los vaivenes de la historia reciente de España. Ahora, en Un funeral de locos, aparca el romanticismo para centrarse en un microcosmos familiar que, como en Reinas (2005), explota cuando todos sus secretos salen a la luz en el momento menos oportuno.


La película arranca con una premisa aparentemente sencilla: un velatorio familiar que se convierte en un caos absoluto cuando uno de los asistentes revela un secreto del difunto que pone patas arriba todo lo que creían saber sobre él. A partir de ahí, la trama se dispara hacia el delirio. Hay chantajes, confesiones largamente aplazadas, relaciones que cambian de forma y sentido en cuestión de minutos, y una acumulación de situaciones tan absurdas como reconocibles. El guion de Yolanda García Serrano –colaboradora habitual del director y una de las grandes arquitectas del humor contemporáneo español– logra sostener esa montaña rusa con una estructura medida y una inteligencia dramática que permite que el disparate nunca se descontrole del todo.


Uno de los grandes logros de Un funeral de locos es su ritmo narrativo. Gómez Pereira maneja con soltura los tiempos cómicos, permitiendo que cada escena respire lo suficiente como para generar tensión y rematar con eficacia. El montaje sabe cuándo acelerar y cuándo dejar que el absurdo se cocine a fuego lento, como en esa escena en la que todos los personajes terminan atrapados en un cuarto de baño, rodeados de espejos, reproches y un cadáver. Aunque el segundo acto decae levemente por acumulación, el director logra reconducir la narración hacia un clímax emocional que sorprende por su autenticidad.


El reparto coral es, sin duda, uno de los puntos fuertes de la película. Quim Gutiérrez ofrece un papel contenido pero eficaz como el hijo mediano, dividido entre la obligación de mantener el orden y el deseo de romper con todo. Ernesto Alterio, en cambio, se permite una interpretación más exagerada, casi bufonesca, que funciona como contrapunto perfecto a la neurosis contenida de Belén Rueda, cuya mirada lo dice todo incluso cuando su personaje guarda silencio. Inma Cuesta, con una mezcla de rabia y ternura, construye uno de los personajes más complejos, mientras que Gorka Otxoa y Arturo Valls aportan el necesario desahogo cómico con una química que recuerda a las mejores parejas del cine de enredo clásico. La presencia de Esmeralda Pimentel añade un aire de misterio y sensualidad que dinamita la dinámica familiar. Mención especial merece Antonio Resines en un papel fugaz pero decisivo, cuya intervención finaliza con uno de los giros más inesperados de la trama.


El apartado visual se apoya en una fotografía luminosa pero no estridente, que juega con tonos cálidos y encuadres cerrados para subrayar la sensación de encierro físico y emocional. Buena parte de la acción se desarrolla en el salón del velatorio, un espacio decorado con un gusto que bascula entre lo clásico y lo hortera: flores artificiales, retratos familiares que ocultan más de lo que muestran, y una alfombra granate que parece empapar todas las tensiones no resueltas de los protagonistas. El atrezo está lleno de detalles que enriquecen la historia sin necesidad de subrayarlos: una copa rota, un piano desafinado, un álbum de fotos abierto en la página equivocada.


El vestuario es otro de los elementos que refuerzan el contraste entre el deber social del luto y el progresivo desmoronamiento del orden familiar. Los trajes oscuros, impecables al inicio, se van arrugando, descomponiendo, incluso manchando, como metáfora visual de una familia que se va quitando la máscara poco a poco, hasta quedar desnuda en su verdad.


Durante el rodaje, algunas anécdotas han circulado entre los miembros del equipo: parece que la secuencia del brindis final fue improvisada parcialmente, y que los actores, al borde de la risa real, tuvieron que repetir la escena varias veces sin perder el tono tragicómico. Ese gesto, que no deja de ser una celebración de la vida en medio del duelo, resume bien el espíritu de la película.


En cuanto a sus resonancias temáticas, Un funeral de locos dialoga con una larga tradición de comedias fúnebres, desde El verdugo de Berlanga hasta Un funeral de muerte, pero también conecta con propuestas más recientes como La gran familia española o incluso Todos lo saben, aunque en un tono mucho más ligero. Lo que las une es la mirada sobre el núcleo familiar como campo de batalla emocional y social, donde los vínculos no se escogen pero sí se reinventan.


La conclusión que propone la película es ambigua pero luminosa: la muerte no es el final, sino una excusa –a veces brutal, a veces liberadora– para replantearnos quiénes somos y qué papel jugamos en la vida de los otros. Gómez Pereira no ofrece una moraleja cerrada, pero sí una mirada cómplice y tierna sobre el desorden emocional que provoca cualquier pérdida. En el fondo, Un funeral de locos no habla solo de la muerte, sino de la verdad: esa que muchas veces escondemos tras el protocolo, los gestos aprendidos, los roles familiares. Y cuando esa verdad se suelta… no hay quien la detenga. Como la risa.


Xabier Garzarain 

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