“Una quinta portuguesa”: un viaje de duelo y transformación en el silencio”
Avelina Prat es una directora que ha sabido cultivar un cine personal y reflexivo, marcado por su fascinación por los temas de la identidad, la pérdida y la reconstrucción emocional. Desde sus inicios en el mundo del cine, con títulos como La flor de mi secreto (2015) y Más allá del sol (2019), ha demostrado un talento excepcional para explorar los confines más íntimos de sus personajes, siempre con una mirada que no juzga, sino que observa, ahonda y deja que los personajes se descubran a sí mismos ante la cámara. Una quinta portuguesa es, sin duda, una evolución en su filmografía, ya que si bien los temas fundamentales siguen siendo la identidad y la introspección, Prat se adentra más en una atmósfera de soledad y reconstrucción que trasciende la simple redención, creando un filme cargado de matices y con un ritmo más pausado y reflexivo.
Prat ha hecho de los silencios y las emociones contenidas una firma en su cine, y en esta película, esas características se intensifican. La directora no teme abandonar el ritmo rápido de la narrativa comercial para explorar la quietud, lo que obliga al espectador a reflexionar sobre los estados emocionales de los personajes, su crecimiento y sus limitaciones. La película está llena de secuencias largas donde las palabras sobran, y el paisaje, la mirada de los actores y la música se convierten en los vehículos principales de la narración.
En Una quinta portuguesa, el ritmo es el verdadero protagonista. Avelina Prat decide alejarse del frenético pulso de la modernidad para construir una atmósfera de pausa casi meditativa, lo que puede ser un reto para quienes esperan una narrativa más dinámica. Sin embargo, es precisamente en esta cadencia lenta y contemplativa donde reside la fuerza del filme. La historia de Fernando, interpretado por Manolo Solo, es una de aquellas que se adentran en el alma del espectador con cada fotograma. Fernando es un hombre que se ha quedado vacío, perdido en el océano de su propio dolor tras la desaparición de su esposa. En su búsqueda de alguna forma de redención o consuelo, se adentra en una quinta portuguesa, donde asume la identidad de otro hombre y comienza a trabajar como jardinero.
Lo que podría haber sido un planteamiento simple se convierte en un viaje emocional complejo. La relación que entabla con Amalia, interpretada por Maria de Medeiros, es una de las claves para entender el desarrollo de la trama. A través de su contacto con ella, Fernando comienza a confrontar las grietas de su propio ser, mientras el paisaje de la quinta, aislado y tranquilo, se convierte en un espacio de reflexión y transformación. La película no se limita a explorar las circunstancias externas de su vida, sino que se adentra en sus más profundos conflictos internos, desnudando sus temores, sus deseos de escapatoria y, finalmente, su aceptación de lo irremediable.
Este proceso de transformación se intensifica a través de la evolución de la trama, que avanza sin prisas, permitiendo que el espectador se involucre de manera más directa con los conflictos emocionales de los personajes. La calma de la quinta contrasta con la tormenta interna de Fernando, creando una simbiosis perfecta entre la historia y el espacio donde se desarrolla.
La actuación de Manolo Solo como Fernando es uno de los pilares fundamentales de Una quinta portuguesa. Solo, conocido por su capacidad para interpretar personajes complejos y melancólicos, construye a un hombre completamente hundido, que ha perdido no solo a su esposa, sino también su lugar en el mundo. Su presencia en la pantalla es magnética; hay una fuerza contenida en cada uno de sus gestos, una expresión de dolor que se filtra a través de su mirada y de su cuerpo. Fernando no es un hombre al que se le permite fácilmente el consuelo o la redención, lo que hace que su viaje sea aún más intenso y doloroso. La sutileza con la que Solo interpreta a Fernando transmite la lucha interna del personaje sin necesidad de grandes alardes emocionales.
Maria de Medeiros, como Amalia, también ofrece una interpretación brillante. Su personaje es el antídoto a la desolación de Fernando: una mujer que, a pesar de su dolor propio, se mantiene conectada con la tierra y el ciclo de la vida, representando un puente entre lo terrenal y lo emocional. La química entre Solo y Medeiros es palpable, y sus interacciones aportan una rica capa de complejidad a la trama. La relación entre los dos personajes no es romántica, pero se desarrolla en una intimidad silenciosa que se convierte en una de las más bellas de la película.
El personaje de Branka Katic, aunque con menos tiempo en pantalla, ofrece un contrapunto interesante que no deja de añadir tensión a la historia. Su presencia es un recordatorio de los vínculos pasados que Fernando intenta abandonar, y su interpretación es certera y precisa, destacándose en un papel que podría haber sido fácilmente superficial.
Uno de los aspectos más comentados del rodaje de Una quinta portuguesa fue la decisión de filmar en una quinta auténtica en Portugal, un lugar aislado y apartado del bullicio de la ciudad. La directora Avelina Prat insistió en rodar en una localización que no solo fuera visualmente impresionante, sino que también ofreciera la atmósfera adecuada para la trama. En una de las anécdotas del rodaje, se cuenta que una tormenta imprevista durante una de las escenas más cruciales se convirtió en un recurso cinematográfico invaluable, ya que permitió a Prat crear un clima visual que complementaba la tormenta interna del protagonista. La niebla y la lluvia se convirtieron en símbolos de la confusión y el dolor de Fernando.
Una quinta portuguesa comparte una afinidad temática con otros títulos que exploran la identidad, el duelo y la transformación, como El jardinero fiel (2005) de Fernando Meirelles o Bajo el sol de la Toscana (2003), aunque en este caso, el enfoque de Prat es más introspectivo y sombrío. La comparación con El jardinero fiel resulta pertinente, ya que ambas películas emplean el espacio como un catalizador de cambio, y ambas tratan de individuos que, a través de un contexto aparentemente trivial (un jardín o una finca), empiezan a desentrañar las complejidades de su propia psique.
Sin embargo, Una quinta portuguesa se distingue por su ritmo pausado y su énfasis en los aspectos emocionales más sutiles, mientras que otros filmes del género tienden a optar por una narrativa más lineal y externa. El tratamiento del duelo y la culpa es también mucho más personal y menos explícito, lo que otorga a la película una atmósfera única y una profundidad emocional que no es fácil de encontrar en producciones más comerciales.
La música de Vincent Barrière es, sin lugar a dudas, uno de los puntos más destacados de la película. La composición crea un paisaje sonoro que acompaña a los personajes en sus momentos de soledad, estableciendo una conexión directa con sus estados emocionales. La música se convierte en un susurro constante que guía al espectador en los momentos de mayor tensión interna, sin ser invasiva, y subraya la quietud del entorno.
El vestuario, dirigido por la diseñadora de vestuario María del Mar López, está cuidadosamente pensado para reforzar las características de cada uno de los personajes. Fernando viste ropa simple y desgastada, reflejando su desorientación y su desapego, mientras que Amalia, con sus colores cálidos y suaves, parece estar en perfecta armonía con la naturaleza que la rodea. El vestuario, al igual que la música y la fotografía, se convierte en un elemento más que contribuye al retrato visual del duelo y la transformación de los personajes.
La fotografía de Santiago Racaj es magistral. Con una paleta de colores suaves y una iluminación que resalta los contrastes entre la calidez de la tierra y la frialdad de los interiores, Racaj consigue transmitir una sensación de melancolía y reflexión profunda. Cada toma está cuidadosamente pensada, y la fotografía se convierte en un personaje más que refleja el estado emocional de Fernando. El atrezo, en su simplicidad, también cumple una función simbólica: la casa, el jardín, los objetos cotidianos, todo parece estar cargado de significado, y cada elemento en pantalla tiene una razón de ser dentro del contexto narrativo.
Una quinta portuguesa es una película profundamente introspectiva, que explora las complejidades del duelo, la transformación y la búsqueda de redención. Avelina Prat nos ofrece un cine más pausado y reflexivo, donde la sutileza y la paciencia son las claves para entender los procesos emocionales de los personajes. La película no ofrece respuestas fáciles, sino que plantea preguntas sobre la identidad, el arrepentimiento y el sentido de la vida después de la pérdida. El mensaje que transmite es claro: a veces, el viaje hacia la redención no se encuentra en la huida de uno mismo, sino en la aceptación de lo que somos, con nuestras sombras y nuestras cicatrices.
Xabier Garzarain

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