“Presunción de inocencia”:de Daniel Auteuil: cuando la duda es la forma más noble de fe.
La carrera de Daniel Auteuil como actor es una de las más consistentes del cine europeo contemporáneo. Desde sus comienzos en el teatro, pasando por comedias ligeras en los años ochenta, hasta convertirse en uno de los intérpretes más complejos y versátiles del cine francés, Auteuil ha explorado una galería inmensa de personajes: desde el sensible Ugolin en Jean de Florette hasta el enigmático Georges en Caché, sin olvidar su faceta más clásica en La Reine Margot o Le Bossu. Esta diversidad, sin embargo, nunca ha sido gratuita: Auteuil siempre ha buscado un fondo moral o emocional que justifique sus elecciones, ya sea interpretativas o, desde hace poco más de una década, también como director.
Su debut como realizador llegó en 2011 con La fille du puisatier, adaptación del film de Marcel Pagnol. Aquella primera película reveló dos rasgos que serían constantes en su obra: el respeto por la tradición narrativa francesa y un interés sincero por personajes con heridas invisibles. Auteuil dirigió luego Marius y Fanny (2013), también inspiradas en Pagnol, y Amoureux de ma femme (2018), una comedia más liviana pero cargada de melancolía. En todas ellas, el vínculo con el pasado, la culpa o los caminos no tomados ocupaban un lugar central. Presunción de inocencia representa un giro notable en su trayectoria como director: por primera vez, abandona los márgenes rurales o íntimos del cine francés y se adentra en el thriller judicial, sin perder su mirada humanista. Lejos de buscar el suspense como gancho, la película se mueve en un terreno más moral que legal, preguntándose no tanto por la inocencia o culpabilidad del acusado, sino por los motivos profundos que llevan a alguien a defender a otro cuando todo invita a lo contrario.
Daniel Auteuil compone a Monier desde la introspección. No hay sobreactuación ni arrebatos morales. Su mirada, siempre ligeramente baja, transmite la pesadez de quien ha visto demasiado. El personaje no busca redención, sino sentido. Y ese deseo es el motor silencioso de toda la película. Grégory Gadebois, como Nicolas Milik, ofrece una interpretación prodigiosa. Su físico imponente contrasta con su fragilidad emocional. En su mirada habita una constante tensión entre el dolor, el desconcierto y una sombra de posible manipulación. Gadebois nunca permite que el espectador se sienta cómodo: ¿es un padre atormentado o un asesino frío? ¿Un hombre derrotado por las circunstancias o alguien que sabe que ha ganado al encontrar un defensor? Sidse Babett Knudsen, Alice Belaïdi y Suliane Brahim construyen un entorno coral que enriquece el drama. Especialmente Brahim como la abogada rival, una presencia serena y cortante, capaz de sugerir una ética sin aspavientos. También destaca la aparición de Gaëtan Roussel, líder de Louise Attaque, como Roger Marton, quien aporta una dimensión más terrenal al relato: el mundo no espera a que las heridas se curen.
Auteuil organizó ensayos con abogados reales para lograr una representación fiel de los procedimientos judiciales. El rodaje se llevó a cabo en localizaciones reales —tribunales, despachos, apartamentos parisinos austeros— y evitó los decorados construidos. Esta decisión refuerza la sensación de cercanía con los personajes: el entorno no los subraya, los acoge. El trabajo con el director de fotografía Jean-François Hensgens merece un capítulo aparte. Conocido por su trabajo en Adoration y Mommy Is at the Hairdresser’s, Hensgens utiliza una luz grisácea, naturalista, que sugiere el paso del tiempo sin necesidad de relojes. Las tonalidades neutras, casi opacas, dialogan con la falta de certezas que atraviesa el relato. La cámara, siempre respetuosa, se mueve con discreción, evitando el efectismo. El vestuario de Charlotte Betaillole refuerza esa sobriedad: trajes que no deslumbran, tonos oscuros, ausencia de ornamentos. Lo mismo puede decirse de la dirección artística de Christian Marti, que opta por una escenografía funcional, donde cada elemento parece elegido para no desviar la atención de lo importante: las palabras y los silencios.
El compositor Gaspar Claus —violonchelista experimental e hijo del gran guitarrista flamenco Pedro Soler— entrega una banda sonora contenida y vibrante. A diferencia de muchos thrillers que recurren a temas incidentales que anticipan la tensión, Claus trabaja con disonancias, arpegios rotos, texturas que evocan la inestabilidad emocional del protagonista. Su música acompaña sin invadir, y solo emerge en momentos clave, como si la propia narrativa necesitara respirar para dejarla entrar.
Presunción de inocencia no busca resolver el dilema de su título, sino ponerlo en escena. ¿Es posible creer en alguien sin pruebas concluyentes? ¿Puede un abogado recuperar su vocación al fiarse de un rostro? En tiempos donde la verdad parece haberse vuelto una moneda frágil, Auteuil nos invita a reconsiderar el valor de la duda. No como debilidad, sino como acto de fe. Al final, el juicio que importa no es el que se celebra en un tribunal, sino el que ocurre en la conciencia de cada uno. Auteuil, con su sobriedad habitual, nos deja frente a esa incómoda belleza: defender a alguien no es solo cuestión de pruebas, sino de humanidad.
Xabier Garzarain

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