Thunderbolts: la redención según Marvel, o el alma en ruinas del superhéroe
Thunderbolts es, ante todo, un punto de inflexión dentro del universo Marvel y también dentro de la carrera de su director, Jake Schreier. Hasta ahora, Schreier se había movido por los márgenes del cine de gran presupuesto, firmando películas como Robot & Frank (2012), una pequeña fábula sobre la vejez, la memoria y la inteligencia artificial, y Paper Towns (2015), adaptación del bestseller juvenil de John Green, en la que exploraba la mitología adolescente desde una óptica sensible y desmitificadora. En ambos casos, su mirada siempre ha girado en torno a personajes que se sienten desplazados, fuera de lugar, heridos. También ha cultivado una estética visual cuidada y serena, tanto en videoclips de artistas como Kanye West como en series televisivas de tono autoral como Beef o Minx. Que Marvel le haya encomendado Thunderbolts no es solo una muestra de apertura hacia visiones más personales, sino también una apuesta arriesgada por un tipo de relato más sombrío, más introspectivo.
La historia de Thunderbolts reúne a algunos de los personajes más moralmente ambiguos del MCU: Yelena Belova, Bucky Barnes, Red Guardian, Ghost, Taskmaster y John Walker, todos reclutados por Valentina Allegra de Fontaine para misiones encubiertas. Lo que parece una simple operación gubernamental se revela pronto como una trampa, un experimento de manipulación encubierta que los enfrenta no solo entre sí, sino contra sus propios fantasmas. La película, escrita por Joanna Calo (la aclamada showrunner de The Bear) y Eric Pearson (Thor: Ragnarok, Black Widow), evita la grandilocuencia épica habitual en este tipo de relatos. En lugar de un enemigo cósmico o una amenaza global, el conflicto principal es interno. Son los propios personajes quienes deben decidir si merece la pena redimirse, si aún les queda algo de humanidad a la que aferrarse.
El trabajo actoral es uno de los grandes logros del filme. Florence Pugh confirma su lugar privilegiado dentro del universo Marvel componiendo una Yelena Belova a medio camino entre la letalidad y la ironía, profundamente herida pero aún capaz de reírse de sí misma. A su lado, Sebastian Stan recupera el mejor Bucky Barnes, ya sin la sombra del Capitán América, encarnando a un hombre que no sabe qué hacer con la libertad que le han concedido. David Harbour da vida de nuevo a Red Guardian, pero esta vez con un tono más crepuscular y melancólico. John Walker, interpretado por Wyatt Russell, es quizás el personaje más complejo: arrogante, frágil, desesperado por encontrar un lugar donde ya no lo hay. También destacan Hannah John-Kamen y Olga Kurylenko, que dan matices y humanidad a Ghost y Taskmaster, dos personajes maltratados en sus apariciones anteriores. Y en un papel breve pero inquietante, Lewis Pullman interpreta al Sentry con una intensidad inestable, como si un dios demente hubiese descendido al plano terrenal.
La dirección de Jake Schreier sorprende por su contención. A diferencia de otras entregas del MCU, aquí la acción no es constante ni desbordada. Cada escena está al servicio del conflicto emocional. Las coreografías de combate están resueltas con claridad, pero sin alarde; lo que importa no es la pirueta, sino el temblor que queda después. La fotografía de Andrew Droz Palermo, conocido por su trabajo en A Ghost Story y The Green Knight, refuerza ese tono sombrío: predomina una paleta de grises y azules apagados, que subraya la soledad y el desgaste. La cámara permanece muchas veces en planos cerrados, dejando que los rostros hablen. El montaje, a cargo de Harry Yoon, se toma su tiempo. Hay silencios, hay miradas, hay incluso vacíos. El MCU, por primera vez en mucho tiempo, se permite detenerse.
La música, con sus líneas disonantes y su pulsión electrónica contenida, evita la épica. Se percibe como un zumbido interno, como un eco de los pensamientos de los personajes. El vestuario y el atrezzo siguen esa misma lógica de desgaste: trajes reutilizados, equipamientos rotos, refugios improvisados. Estos superhéroes no habitan la torre de los Vengadores, sino sótanos gubernamentales, hangares abandonados, almacenes sin nombre. Todo en la puesta en escena habla de derrumbe, de ruina emocional.
No es difícil establecer vínculos con otras películas del género. Thunderbolts se hermana con Logan, por su voluntad de desmitificación y su tono elegíaco, pero también con clásicos como The Dirty Dozen, de Robert Aldrich, o incluso con Los doce del patíbulo, donde un grupo de hombres marcados por su pasado era enviado a una misión suicida. Sin embargo, hay también algo de western crepuscular, de esos héroes que ya no saben si vale la pena desenfundar.
En cuanto al rodaje, se sabe que Schreier insistió en mantener algunas escenas improvisadas entre Florence Pugh y David Harbour para preservar una dinámica espontánea entre ambos. También se ha comentado que varias escenas con Sentry fueron cortadas por resultar demasiado intensas, lo que sugiere que el MCU empieza a tantear territorios más oscuros, aunque aún con prudencia. La dirección de casting de Sarah Finn fue crucial para equilibrar un elenco que combina estilos, tonos y registros muy distintos.
Thunderbolts no es perfecta. Hay partes donde el ritmo decae, algunas subtramas se insinúan sin desarrollarse del todo, y es evidente que el guion sigue condicionado por las exigencias de continuidad del universo Marvel. Pero, a pesar de ello, la película consigue algo muy poco común: que nos importe la vida emocional de sus personajes. Que queramos saber qué harán después. Que nos preocupe si encontrarán alguna forma de consuelo.
El mensaje final que parece querer transmitir Schreier es tan sencillo como devastador: no hay redención fácil para quien ha sido construido para destruir. Pero también hay una tímida esperanza: incluso en el pozo más oscuro, puede haber una chispa de humanidad. Y es en esa grieta, en ese temblor final, donde Thunderbolts se eleva por encima de muchas de sus predecesoras. No por lo que destruye, sino por lo que intenta —con torpeza, con dolor— reconstruir.
Xabier Garzarain

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