“Cómo entrenar a tu dragón:”el arte de amar lo desconocido.

Dean DeBlois, ese raro artesano de la animación que un día soñó con niños solitarios y criaturas incomprendidas, ha cruzado el umbral del live-action no para deslumbrar, sino para despedirse. Para decir adiós a su propio mito. Desde Lilo & Stitch hasta la gloriosa trilogía animada de Cómo entrenar a tu dragón, su cine ha sido el refugio de los débiles, los raros, los pequeños héroes sin sitio en su mundo. Ahora, en esta adaptación en carne, hueso y músculo del cuento que él mismo dibujó hace quince años, DeBlois no viene a repetir la fábula, sino a despojarla de su inocencia. A desnudarla. A volverla materia, tacto, peso, hueso roto y sangre derramada.


La magia etérea de la animación cede aquí su lugar a un relato donde las manos tocan escamas, las armas pesan y los dragones son bestias físicas que resoplan barro y miedo. El vínculo entre Hipo y Desdentao ya no nace de un cruce de miradas dibujadas: se construye con recelo, con heridas, con duda. Por eso el ritmo de esta película es extraño para el espectador moderno: lento, meditativo, casi terco. Los primeros cuarenta minutos desbordan incomodidad, porque nada aquí es instantáneo. Hipo no convence al dragón en dos escenas; la tribu no cambia de mentalidad con un discurso final. Todo cuesta. Todo duele. Como en la vida real.


Esta es, quizás, la gran osadía de DeBlois: convertir un blockbuster familiar en un drama de iniciación en el que la acción se gana con trabajo sucio y el clímax tarda en llegar porque debe merecerse. Incluso la amenaza final —el gigantesco dragón Alfa— no es un villano, sino un vestigio, un fantasma de la tradición que se resiste a desaparecer. La lucha es contra el pasado mismo.



Y qué decir de Mason Thames, este Hipo de carne y fragilidad. No hay heroísmo impostado en su mirada: sólo torpeza, melancolía, rabia contra un padre que no entiende, contra una aldea que desprecia. Es el mejor Hipo posible en carne real, porque no busca gustar: busca existir. Gerard Butler hace de Estoico lo que DeBlois necesitaba: un padre que duda en el instante decisivo, y ahí está su grandeza. Nico Parker convierte a Astrid en mucho más que la valiente de turno: es deseo, es recelo, es vértigo ante lo desconocido. Nick Frost aligera con gracia la densidad de este mundo áspero, sin traicionar su gravedad. Los secundarios respiran autenticidad vikinga: sudan miedo, hambre, necesidad de guerra.


Las anécdotas del rodaje se sienten en pantalla. Las lluvias de Islandia, la luz natural exigida a los operadores, el barro real que empapa botas y pieles, el Desdentao de tamaño real construido para que Mason Thames lo toque, lo abrace, lo tema. Esto no es CGI fácil: es artesanía. Es sudor en el set.


Y sí: esta película dialoga con El gigante de hierro, con E.T., con El renacido y hasta con The Northman. Pero nunca copia. Toma de ellas la esencia del mito del “otro” —el monstruo que viene a cambiarnos— y la transforma en un cuento vikingamente sucio, desmitificador, despojado de adornos Disney. Mientras otros remakes ofrecen espectáculo sin alma, DeBlois entrega alma sin espectáculo fácil. El precio: un público impaciente que tal vez no entienda tanta contención.


John Powell vuelve, pero su música ha envejecido con la historia: menos fanfarria, más melancolía. Cuerdas tensas, metales apagados. Nostalgia sonora de un mundo que se desvanece. El vestuario es glorioso en su pobreza: pieles raídas, hierro sucio, telas rotas. Todo huele a humo, a herrumbre, a carne salada. La cámara de Bill Pope no adorna: contempla. Deja que el paisaje devore a los hombres. Las brumas, los bosques mojados, los cielos sin sol son también personajes. Aquí no hay belleza de postal. Hay verdad.


El atrezo es igual de honesto: armas pesadas, forjas reales, huesos de dragón blanqueados por el tiempo. No hay lugar para lo pulido ni lo bonito. Todo parece construido por manos cansadas que temen al invierno.


Y llega el final. Hipo vuela con Desdentao no sólo para abandonar un mundo antiguo, sino para abrir las puertas a uno nuevo. Un mundo donde el miedo ya no es la ley, donde la confianza reemplaza al odio ancestral. El precio es real —una pierna menos, la distancia con su padre, la incertidumbre en la aldea— pero esas heridas son también semillas. Semillas de cambio, de reconciliación, de futuro.


DeBlois no ofrece una redención fácil ni un triunfo sin sombras, pero sí una promesa. La promesa de que crecer implica dolor, sí, pero también valentía y esperanza. Que el vínculo con “el otro” no sólo es posible, sino necesario para construir un mundo más amplio, más humano.


El cuento termina, sí, pero no con derrota, sino con la apertura de un camino. Un camino que invita a volar más allá del miedo, más allá de las antiguas leyendas, hacia un horizonte donde los monstruos se convierten en compañeros y la verdadera aventura es aprender a convivir.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.