“Deseando amar” (In the Mood for Love, 2000) – Dir. Wong Kar-wai.
Si el cine fuera una forma de recordar lo que nunca ocurrió, si existiera una manera de encapsular la nostalgia antes de que se transforme en dolor, esa película sería Deseando amar. En su interior no hay besos ni cuerpos entregados, pero hay una intensidad emocional tan poderosa, tan contenida y devastadora, que parece capaz de romper la pantalla. Y quien ha sabido orquestar esta sinfonía de miradas y silencios es uno de los grandes poetas visuales de la historia: Wong Kar-wai.
Wong Kar-wai no es simplemente un director de cine; es un orfebre de la emoción, un alquimista de la memoria y del deseo. Nacido en Shanghái en 1958, emigró a Hong Kong a los cinco años con su madre, una figura fundamental en su vida y en su sensibilidad cinematográfica. El joven Wong no hablaba cantonés, lo que lo obligó a observar más de lo que hablaba, y quizás allí —en la infancia marcada por la distancia lingüística y la separación del padre, que se quedó en China continental— nació su obsesión por lo que no se dice, por lo que se guarda, por lo que se siente en silencio.
Tras estudiar diseño gráfico en el Hong Kong Polytechnic y trabajar como guionista en televisión, Wong Kar-wai empezó a escribir guiones para películas comerciales. Pero ya desde su debut como director con As Tears Go By (1988), dejó entrever su voluntad de escapar del molde. Aquel primer filme, influido por Scorsese y los thrillers hongkoneses, ya mostraba una sensibilidad inesperada, una atención a los detalles emocionales por encima de la acción.
Su segunda película, Days of Being Wild (1990), marca el inicio de su colaboración con Christopher Doyle, su director de fotografía más icónico, y de una estética que gira en torno al tiempo fragmentado, al amor inasible, al recuerdo que se arrastra como una sombra. Esta película no tuvo éxito comercial en su estreno, pero hoy se reconoce como el prólogo espiritual de Deseando amar, con personajes que parecen cruzarse en el mismo universo emocional.
Después vendrían obras más experimentales como Ashes of Time (1994), el díptico formado por Chungking Express (1994) y Fallen Angels (1995), retratos urbanos donde el caos sentimental se combina con una modernidad visual desafiante. Luego, Happy Together (1997), rodada en Argentina y centrada en una pareja gay rota por el dolor, consolidó su prestigio internacional y lo posicionó como uno de los cineastas más innovadores del cine mundial.
Pero es en Deseando amar donde todo se depura, se silencia, se sublima. Aquí ya no hay vértigo narrativo ni montaje frenético. Wong Kar-wai, que hasta entonces parecía bailar con la cámara como si se aferrara a la fugacidad del instante, ahora decide detener el tiempo. Y esa decisión lo convierte no en cronista de lo efímero, sino en escultor del instante eterno.
La sinopsis de Deseando amar cabe en un párrafo, y sin embargo, su resonancia emocional se expande durante horas, días, tal vez años en la memoria del espectador. En el Hong Kong de 1962, dos vecinos —un redactor de prensa y una secretaria— descubren que sus respectivos cónyuges les son infieles… el uno con el otro. En lugar de vengarse, de entregarse, de caer en la lógica del deseo como compensación, ambos eligen una forma extraña y elegante de resistencia: no repetir el mismo error, no convertirse en espejos de la traición.
Esta elección no es sólo un argumento; es la médula del filme. Wong Kar-wai no filma una historia, filma una espera. Cada escena es una habitación cerrada, un pasillo estrecho, un almuerzo a solas, una conversación a medias. La acción no avanza; fluctúa. El montaje es cíclico, obsesivo, como una melodía que repite un compás sabiendo que nunca alcanzará la resolución. La historia, como los protagonistas, se queda atrapada en un bucle donde el deseo no encuentra salida.
El tiempo, aquí, no es cronológico. No hay fechas ni secuencias claras. A veces una escena parece ocurrir después de la anterior, pero otras veces nos damos cuenta de que hemos regresado a un punto anterior. Este vaivén no es confusión: es emoción temporalizada. Es una estructura narrativa que imita la mente humana, que no recuerda linealmente, sino emocionalmente.
Pocas veces en la historia del cine se ha logrado tanto con tan poco. Tony Leung y Maggie Cheung no interpretan; encarnan. Construyen dos personajes tan vivos, tan llenos de vida interior, que podríamos imaginarlos continuar existiendo fuera de la película, envejeciendo en otro país, repitiendo gestos adquiridos en esa época donde no se atrevieron a amar.
Tony Leung, con su mirada baja y su voz serena, hace del silencio una forma de lenguaje. Su Chow Mo-Wan no es un héroe romántico: es un hombre derrotado por su propia decencia, por un código ético que lo empuja a contener lo que siente, incluso cuando todo a su alrededor le sugiere que ya no hay reglas. Pero esa contención lo vuelve más trágico, más humano. Su dolor no es espectacular, es cotidiano, rutinario, irreversible.
Maggie Cheung construye una Su Li-Zhen absolutamente inolvidable. Su dignidad, su elegancia, su andar lento y medido entre pasillos y escaleras no es solo estética: es estrategia emocional. Ella también ama, y también se contiene, pero en su caso hay una consciencia aún más dolorosa de lo que no podrá ser. Sus vestidos, su peinado perfecto, su postura, todo forma parte de una armadura. Pero detrás de esa imagen impecable hay una mujer hecha de anhelos y temblores, de pérdidas que no se pueden nombrar.
No hay besos entre ellos, ni siquiera abrazos verdaderos. Pero cada mirada, cada pausa, cada vez que coinciden en un marco de puerta, contiene más tensión que cualquier escena de pasión explícita en el cine contemporáneo.
Wong Kar-wai no filma; compone. Sus películas son piezas musicales, coreografías silenciosas de sentimientos. Deseando amar es probablemente la más precisa de todas. La música es un elemento estructural, emocional, narrativo. El Yumeji’s Theme de Shigeru Umebayashi suena una y otra vez, como un mantra que envuelve a los personajes en una hipnosis sensual. Y cuando suenan los boleros de Nat King Cole —“Quizás, quizás, quizás”, “Te quiero dijiste”, “Aquellos ojos verdes”— el español se transforma en un idioma de los sueños, en una lengua extranjera que se cuela como el deseo en una ciudad que no lo entiende.
La fotografía de Christopher Doyle y Mark Lee Ping Bin merece un capítulo aparte. Cada plano es una obra maestra pictórica. Las composiciones están llenas de marcos dentro de marcos, de reflejos, de cristales, de cortinas. Los personajes son constantemente observados desde fuera, incluso cuando están solos. Se filman sus espaldas, sus pies, sus sombras. Wong no muestra lo obvio; sugiere lo oculto. El resultado es una estética del secreto.
Los colores son cálidos, pero tristes: rojos apagados, verdes musgo, marrones otoñales. La luz artificial baña los espacios como si el mundo entero estuviera atrapado en una tarde que no avanza. Cada encuadre está diseñado con precisión obsesiva. No hay plano sin intención.
El vestuario de Maggie Cheung —más de veinte cheongsams diferentes— se convierte en un calendario emocional. Cada cambio de ropa indica el paso del tiempo, pero también el estado de ánimo, la progresión interna del personaje. Nunca un vestido dijo tanto sin pronunciar palabra.
Rodada a lo largo de 15 meses, Deseando amar fue un proceso extenuante, casi tortuoso. Wong Kar-wai filmaba sin un guion definitivo, reescribía constantemente y no avisaba a sus actores de lo que ocurriría en la siguiente escena. Maggie Cheung rodó tantas escenas con pequeños cambios que llegó a sentirse perdida dentro del personaje. Tony Leung, por su parte, confesó que no entendía hacia dónde iba la película mientras la rodaba, pero esa confusión lo conectó aún más con la incertidumbre de su personaje.
El rodaje se extendió, entre otras cosas, porque Wong no encontraba el final. Probó distintas variantes, incluso llegó a filmar una escena en la que los personajes se reencontraban años después. Pero finalmente optó por el cierre poético en las ruinas camboyanas de Angkor Wat: un susurro a un agujero en la piedra, un secreto que se queda atrapado para siempre en el silencio.
Deseando amar no solo pertenece al cine romántico: lo reconfigura. Si Casablanca es el amor perdido por culpa del deber, si Breve encuentro es el amor imposible por razones sociales, Deseando amar es el amor que nunca se atrevió siquiera a rozarse. Es el amor que solo pudo ser pensado, imaginado, deseado… y, precisamente por eso, imborrable.
Su legado es inmenso. Sofia Coppola construyó Lost in Translation como un eco espiritual de esta película. Barry Jenkins diseñó muchas de las secuencias de Moonlight con la paleta emocional de Wong Kar-wai. Y directores como Park Chan-wook o Apichatpong Weerasethakul han absorbido su capacidad para hacer del tiempo una materia cinematográfica. El cine contemporáneo no sería el mismo sin In the Mood for Love.
Deseando amar no se entiende. Se siente. Se respira. Se recuerda como si nos hubiera ocurrido a nosotros. No hay resolución, no hay clímax. Solo hay una pregunta que se arrastra como una sombra: “¿Y si…?”
Wong Kar-wai no habla del amor consumado, sino del amor retenido. De ese que nos acompaña para siempre precisamente porque no se cumplió. Porque quedó suspendido en un tiempo irreal, protegido del desgaste. En un mundo donde todo se muestra, esta película elige sugerir. En un cine dominado por el ruido, apuesta por el susurro. Y en una época de amores instantáneos, habla de un amor que tarda en florecer y nunca llega a marchitarse.
Deseando amar es, quizás, la película más triste del mundo. Pero también es la más hermosa. Porque nos recuerda que lo que no ocurrió puede doler más que lo que sí. Y que en esa herida —silenciosa, elegante, eterna— reside la esencia misma de ser humano.
Una obra maestra absoluta. Inagotable. Intocable. Irrepetible.
Xabier Garzarain

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