“La buena suerte”:Gracia Querejeta y el arte de encontrar luz en las ruinas.
La trayectoria de Gracia Querejeta es la de una cineasta que ha sabido navegar entre la intimidad de los personajes y la amplitud de sus silencios. Desde sus primeras obras como Una estación de paso o El último viaje de Robert Rylands, hasta títulos más sólidos como Siete mesas de billar francés o Felices 140, su cine ha oscilado siempre entre la melancolía y la contención, retratando relaciones humanas marcadas por el peso del pasado, la familia o la pérdida. En La buena suerte, su nuevo largometraje, Querejeta no sólo sigue explorando estos territorios: los depura hasta lo esencial.
En esta historia de soledades cruzadas, Pablo —un Hugo Silva contenido y más vulnerable que de costumbre— llega a un pueblo detenido en el tiempo, huyendo de un pasado que el guion nunca verbaliza del todo, pero que late en cada gesto, en cada mirada perdida hacia las vías muertas de la estación. Allí conoce a Raluca (Megan Montaner), un personaje luminoso que parece ajeno a la derrota, capaz de insuflar vida a un espacio donde todo parece abandonado. La tensión entre ambos no estalla, sino que va macerando en un ritmo calmo y reposado, marca de la directora, que huye deliberadamente de lo obvio y construye su relato a base de detalles, de pausas, de insinuaciones.
Querejeta ha evolucionado hacia una forma de narrar más depurada y menos dependiente de la acción explícita. Aquí, como en 15 años y un día, es más lo que calla que lo que dice. Pero en La buena suerte, ese silencio se hace paisaje: el pueblo deshabitado, las casas ruinosas, la vieja estación, todo parece formar parte de la historia de redención que la directora nos cuenta sin aspavientos, sin trampa emocional.
Las interpretaciones sostienen con solidez esta sobriedad. Hugo Silva ofrece una de sus composiciones más maduras, lejos de la galantería que a menudo se le asocia. Su Pablo es un hombre roto, que busca sin querer buscar. Megan Montaner, en cambio, ilumina la pantalla con una mezcla de ternura y firmeza que recuerda a las heroínas silenciosas del cine de Kaurismäki o de ciertos filmes de los Dardenne. Miguel Rellán, en un pequeño pero sabroso papel, aporta una nota de ironía amarga que oxigena la densidad emocional del conjunto. Eva Ugarte o Álvaro Rico completan un reparto sólido, sin fisuras.
Anécdotas del rodaje revelan que la elección del pueblo abandonado en el que se filmó fue fundamental para crear la atmósfera de desarraigo que impregna el film. Gracia Querejeta insistió en rodar en localizaciones reales, sin decorados de cartón piedra, para que esa sensación de abandono fuera tangible. No es casualidad que el propio equipo técnico hablara del rodaje como una experiencia de aislamiento casi real, atrapados en un espacio sin tiempo.
La música de Vanessa Garde sabe no sobrecargar la película: apenas unos motivos mínimos, notas que subrayan la melancolía o la esperanza sin empujar las emociones del espectador. La fotografía de Juan Carlos Gómez, habitual de Querejeta, capta con maestría la grisura del entorno, pero también los pequeños destellos de luz que se filtran en el rostro de Raluca o en el reflejo de una ventana sucia. Vestuario y atrezo apuestan por la autenticidad: ropa gastada, objetos viejos, papeles amarillentos, todo habla de un tiempo detenido, de una vida que se marchita lentamente.
En cuanto a sus ecos con otras películas, La buena suerte entronca con cierta tradición del cine español de personajes desplazados y pueblos abandonados —piénsese en Los santos inocentes o El espíritu de la colmena—, pero también conecta con ese cine europeo de soledades compartidas, de encuentros improbables que redimen sin proclamas, como Le Havre o La chica desconocida.
La conclusión de la película es fiel a este tono: no hay redenciones espectaculares, ni finales felices rotundos. Hay, simplemente, la posibilidad de una vida nueva, la apertura de una grieta por la que puede colarse la luz. Es el mensaje de Gracia Querejeta: la buena suerte no es un golpe de azar; es una actitud, una decisión de seguir adelante incluso cuando todo parece perdido.
La buena suerte confirma la madurez de una directora que ha sabido despojar su cine de artificios para quedarse con lo esencial: la fragilidad humana, la esperanza mínima, la resistencia ante el vacío. Un film delicado, sugerente, que se queda en la memoria como una herida suave, como una de esas estaciones donde uno decide bajarse sin saber muy bien por qué.
Xabier Garzarain

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