“Bon Voyage, Marie:”un viaje que no estaba en el mapa.
Enya Baroux debuta como directora con Bon Voyage, Marie, una comedia dramática que sorprende por su equilibrio entre ligereza y hondura emocional. Su trayectoria hasta ahora se había desarrollado en la escritura y la interpretación, y aquí se revela una mirada sensible y fresca que, sin grandes aspavientos, se atreve con uno de los temas más delicados del cine contemporáneo: cómo se despide una vida sin caer en la solemnidad o el drama estéril. Y lo hace como quien escribe una carta de amor con errores, borrones y frases tachadas, pero llenas de verdad.
En la película, Marie, una mujer de 80 años interpretada con ternura y determinación por Hélène Vincent, oculta un plan secreto que la empuja a iniciar un viaje a Suiza. Cuando su hijo Bruno (David Ayala) y su nieta Anna (Juliette Gasquet) deciden acompañarla, ella se inventa una historia sobre una herencia olvidada. Lo que empieza como una coartada se transforma en una road movie que recorre las heridas, los silencios y el humor de tres generaciones atrapadas en una vieja autocaravana, a la que se suma Rudy (Pierre Lottin), un trabajador social algo perdido que encuentra en este caos inesperado una forma de redención.
El ritmo es ligero pero no trivial. Alterna momentos de comedia casi absurda con escenas de sinceridad inesperada. El guion —firmado por Baroux, Martin Darondeau y Philippe Barrière— evita los lugares comunes del drama familiar y encuentra frescura en lo cotidiano. La película se toma su tiempo para que los personajes respiren y se equivoquen. No busca golpes de efecto ni frases memorables, sino que deja que el afecto y la torpeza de las relaciones humanas vayan filtrándose como la luz por la ventana de una caravana en marcha.
Hélène Vincent brilla en el papel de Marie, sin caer nunca en el sentimentalismo. Le da a su personaje una dignidad callada, una mezcla de obstinación y fragilidad que resulta inolvidable. David Ayala como Bruno, el hijo que carga culpas sin saber nombrarlas, ofrece una interpretación contenida, sincera, sin exhibicionismo. Juliette Gasquet logra que Anna no sea solo “la nieta rebelde”, sino una joven desarmada ante el desconcierto de los adultos. Y Pierre Lottin, como Rudy, aporta un contrapunto necesario de humanidad desorientada y humor involuntario. Juntos construyen una familia improvisada que se descubre en el error y se abraza en lo absurdo.
La música de Dom La Nena acompaña sin imponerse. Sus temas de cuerdas suaves y melancólicas se funden con el paisaje emocional del viaje. No hay grandes temas musicales, pero sí una sonoridad íntima, como si la banda sonora la compusiera alguien desde el asiento del copiloto, mirando por la ventanilla. La dirección de fotografía de Hugo Paturel busca planos sencillos, con luz natural y encuadres que nunca subrayan. Apuesta por la transparencia, por dejar ver. El vestuario de Michelle Piana y la dirección artística de Astrid Tonnellier refuerzan esa sensación de cotidianidad vivida: nada chirría, todo parece usado, real, sin exceso de diseño.
Bon Voyage, Marie se inscribe dentro del cine de carretera francés, pero también dialoga con películas como Pequeña Miss Sunshine o El viaje de sus vidas. Comparte con ellas esa idea de que el trayecto importa más que el destino, y que a veces hay que perderse para encontrar el camino de regreso a uno mismo. Pero lo hace desde una mirada más local, más europea, con menos cinismo y más dulzura.
No hay información pública sobre anécdotas del rodaje, pero se percibe que fue una película hecha desde la cercanía, con cuidado, y con un equipo que apostó por contar una historia pequeña pero llena de sentido.
Y quizás ahí esté su mayor acierto: no aspira a ser grandiosa, sino honesta. Nos habla de la dificultad de despedirse, de cómo las familias a veces no se entienden hasta que ya es tarde, y de cómo el humor puede ser una tabla de salvación. Es una película que no da lecciones, pero sí deja huella. A su modo, se convierte en un pequeño acto de ternura hacia quienes deciden irse sin hacer ruido, y hacia quienes se quedan preguntándose si dijeron lo suficiente.
Y sin embargo, pese a todo eso, Bon Voyage, Marie no deja un regusto amargo. Al contrario: uno sale de la sala con la sensación de que la vida, incluso con sus despedidas, sigue mereciendo la pena. Porque a veces, incluso los viajes más inesperados nos devuelven algo esencial: la risa, el cariño… o las ganas de volver a empezar.
Xabier Garzarain

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