“Padre no hay más que uno 5” o el arte de reírse del caos sin perder el corazón.
Con la quinta entrega de Padre no hay más que uno, Santiago Segura culmina una saga que, contra todo pronóstico, ha sabido consolidarse como un fenómeno popular sostenido en algo que no se puede forzar: el cariño del público. Y aunque los críticos más estrictos la han mirado con recelo desde el principio, resulta imposible negar su impacto en el cine familiar español de la última década. Lo que empezó como una apuesta arriesgada en un panorama saturado de comedia televisiva, se ha convertido en una franquicia que, más allá del éxito de taquilla, ha construido una identidad propia: humor blanco, ritmo rápido, enredos cotidianos y un núcleo emocional reconocible para cualquier espectador con experiencia en la vida familiar.
Santiago Segura ha tenido una trayectoria cinematográfica tan peculiar como camaleónica. De los excesos punk de Torrente a la contención amable de Padre no hay más que uno, ha transitado un arco evolutivo que no muchos se habrían atrevido a recorrer. Si Torrente era el esperpento cañí llevado al extremo, Padre no hay más que uno es la versión domesticada, familiar, reconciliadora de aquel mismo impulso popular. Segura ya no quiere molestar: quiere acompañar, hacer reír sin herir, entretener sin provocar. Y en esta quinta parte, esa vocación se confirma con una fórmula cada vez más pulida, más rápida, más afinada en su complicidad con el espectador medio español.
La trama de esta última entrega gira en torno a un conflicto que invierte el cliché del “nido vacío”: Javier, el padre desbordado que interpreta el propio Segura, se enfrenta a una casa que sigue completamente llena. Lejos de irse, los hijos parecen estar más instalados que nunca, y las situaciones absurdas se multiplican: desde tareas domésticas imposibles hasta malentendidos afectivos, pasando por nuevos personajes que entran en escena para generar aún más caos. Todo con un ritmo que no da tregua, encadenando gags, diálogos rápidos y momentos de ternura sin sentimentalismo.
El ritmo narrativo es frenético, como ya es costumbre en la saga. No hay tiempos muertos ni pausas para la reflexión: todo está diseñado para mantener al espectador atento y en constante sonrisa. A diferencia de comedias más reposadas, aquí la estructura es casi la de una sitcom expandida, con una acumulación de subtramas que orbitan alrededor de un único tema central: cómo sobrevivir al amor familiar cuando la familia es, literalmente, una jungla. Y ahí radica gran parte del encanto: el caos no se presenta como algo negativo, sino como parte inherente de la vida compartida.
En cuanto a las interpretaciones, Segura se mantiene en un terreno que ya domina a la perfección: ese padre atolondrado, lleno de buenas intenciones y torpezas, que se esfuerza por llegar a todo sin llegar del todo a nada. Toni Acosta, como siempre, es la columna emocional de la película, aportando equilibrio y sensatez sin dejar de tener sus propios momentos de lucimiento cómico. Leo Harlem aporta su habitual desparpajo, Silvia Abril y Loles León se reparten escenas memorables y Carlos Iglesias aporta ternura con su habitual sobriedad. Pero quizá lo más llamativo es el crecimiento del elenco infantil: Martina D’antiochia, Luna Fulgencio y Calma Segura aportan frescura, carisma y una naturalidad que ha ido madurando con cada entrega. Se nota que han crecido junto a los personajes, y el público lo percibe como propio.
En el rodaje, se ha sabido que muchas escenas fueron improvisadas o enriquecidas sobre la marcha, algo que explica la espontaneidad de ciertos momentos y el dinamismo del montaje. El equipo, ya consolidado tras cinco entregas, funciona como una familia real, con una complicidad evidente que traspasa la pantalla. Segura, como productor y director, ha sabido rodearse de actores que entienden el tono de la saga y que aportan, además de oficio, un entusiasmo contagioso.
Desde el punto de vista visual, Padre no hay más que uno 5 mantiene una estética limpia, funcional, de colores cálidos y montaje ágil. La dirección de fotografía no busca espectacularidad, sino claridad narrativa. El vestuario sigue jugando con los arquetipos familiares, reforzando con pequeños detalles las personalidades de cada personaje. El atrezo doméstico, como siempre, está lleno de juguetes, mochilas escolares, electrodomésticos en guerra y mascotas inquietas. La casa, como en toda la saga, no es solo escenario: es un personaje más, una extensión del estado emocional colectivo.
La música, incidental y ligera, acompaña sin robar protagonismo. No hay grandes temas, pero sí una partitura que funciona como resorte cómico, marcando bien los cambios de ritmo y acentuando los momentos de emoción familiar. La dirección de Segura, ya totalmente cómoda en el terreno de la comedia familiar, opta por no innovar sino perfeccionar: planos cercanos, cámara al servicio del gag, escenas grupales siempre bien coreografiadas.
En relación con otras películas del género, la saga Padre no hay más que uno se inscribe dentro de una tradición de comedia popular que remite tanto a la televisión familiar de los años 90 como al cine costumbrista de José Luis García Sánchez o Fernando Colomo. También puede vincularse, en tono y aspiración, con películas como Mamá se fue de viaje (Argentina) o las sagas italianas de Mamá, papá y los niños, donde el desorden doméstico sirve como espejo cómico de la sociedad contemporánea. Pero lo que distingue a Segura es su capacidad para conectar con varias generaciones a la vez: padres, abuelos, hijos y nietos pueden ver juntos estas películas sin sentirse excluidos.
El desenlace de esta quinta entrega no busca cerrar con un golpe de efecto, sino con una sensación de continuidad. Como la vida misma: no se resuelve, se vive. Y aunque esta se anuncie como la “última entrega”, todo en su tono sugiere que la familia seguirá creciendo, tropezando, amándose y gritándose en el salón.
El mensaje final es claro y sencillo: no existe la familia perfecta, pero sí la familia que lo intenta. Que se equivoca, que se ríe, que sobrevive al día a día con una mezcla de ternura, torpeza y sentido del humor. Y en tiempos de distancias, de pantallas, de crispación, ese mensaje —aunque envuelto en carcajadas— es profundamente necesario.
Padre no hay más que uno 5 no es una revolución del cine. Tampoco lo pretende. Es, más bien, un refugio popular, una película que recuerda que la risa compartida, incluso la más simple, es un acto de comunidad. Y que en el fondo, todos somos un poco Javier: desbordados, torpes, pero profundamente dispuestos a querer.
Xabier Garzarain

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