“Se lo que hicisteis el último verano”: y el eco de una culpa que respira”
Hay películas que se recuerdan por una escena. Otras, por un giro. Y luego están las que se quedan porque te devuelven la mirada. Sé lo que hiciste el último verano ha vuelto. Pero no como un eco sin voz, ni como una resurrección oportunista. Ha vuelto con cicatrices. Con memoria. Con una directora —Jennifer Kaytin Robinson— que ha entendido que para revivir un mito hay que sangrar con él.
Robinson no se limita a actualizar el clásico de 1997: lo desnuda, lo reconstruye, lo empapa en una melancolía eléctrica que tiene tanto de grito como de réquiem. Su filmografía hasta ahora —Someone Great, Do Revenge— apuntaba maneras: diálogos veloces, personajes rotos que no piden permiso para existir, un pulso estético propio. Pero aquí da un salto al vacío. Y cae de pie. Porque en su slasher hay dolor real, culpa genuina, y una pregunta que arde: ¿cómo seguir viviendo cuando sabes lo que hiciste?
La historia es conocida, sí. Cinco amigos, un accidente, un pacto de silencio. Y un año después, la venganza. Pero aquí hay más: el pasado no solo vuelve, sino que se multiplica. La mítica masacre de Southport en 1997 se convierte en columna vertebral de esta nueva entrega, y no es casual que vuelvan Jennifer Love Hewitt y Freddie Prinze Jr.. Su regreso no es fan service: es médula, es peso, es verdad. Cuando miran a los nuevos protagonistas, no los miran con nostalgia. Los miran con compasión. Como quien ya ha bajado al infierno y sabe que no hay atajo.
El reparto joven sorprende. Madelyn Cline logra que su personaje contenga todo un mapa emocional sin derramarse nunca. Chase Sui Wonders, magnética, dota a su rol de una ambigüedad que hipnotiza. Jonah Hauer-King, más sutil de lo que el género suele permitir, aporta humanidad donde podría haber solo función narrativa. Pero lo mejor es que ninguno de ellos interpreta desde el tópico. No son víctimas decorativas. Son herederos. De una culpa, de una época, de un terror que ya no solo se esconde en la oscuridad… sino en uno mismo.
El guion de Jeff Howard y Leah McKendrick teje capas: entre el slasher y el drama, entre la investigación y la confesión, entre el grito y el susurro. Y lo hace sin subrayados, con una precisión que se agradece. La estructura funciona como un reloj sucio: sabes que va a estallar, pero no cuándo. Y cuando lo hace, no es el ruido lo que asusta, sino lo que queda en silencio después.
La dirección de Robinson es certera, elegante, sin fuegos artificiales. Con planos que respiran, con una cámara que a veces se detiene más de lo esperado, como si supiera que el verdadero horror no está en el cuchillo, sino en lo que no se dice. La fotografía de Elisha Christian y David Lanzenberg amplifica ese tono: neones cansados, calles mojadas como si lloraran, interiores con ventanas cerradas al mundo. La luz no redime; expone. Y eso da más miedo.
El vestuario, cuidado hasta el detalle, define sin gritar. Hay sudaderas que pesan como culpas, y camisetas manchadas que ya no se lavan. El atrezo es discreto pero simbólico: ese gancho oxidado no solo corta, también recuerda. La música —mezcla de sintetizadores nostálgicos y cuerdas afiladas— acompaña sin invadir. Sabe cuándo callar. Y cuándo latir.
Pero quizá lo más fascinante de esta entrega es cómo se relaciona con otras películas del género sin perder identidad. Sí, hay ecos de Scream, de Halloween, incluso de It Follows. Pero Robinson no copia. Resuena. Como una nueva estrofa en un viejo poema. Como una carta escrita a mano en plena era digital.
La película concluye con un plano elíptico, donde el pasado parece calmarse… pero no desaparecer. Como toda buena historia de fantasmas, deja una puerta abierta, más simbólica que narrativa.
El mensaje de la película es claro: lo que enterramos sin sanar, regresa. Lo que ocultamos, nos devora desde dentro. Y cada generación tiene su propio verano lleno de errores… y sus propios monstruos con memoria.
Se lo que hicisteis el último verano es, en definitiva, un ejercicio de estilo inteligente, un homenaje que no se limita a reverenciar, sino que reformula con respeto y audacia. Jennifer Kaytin Robinson demuestra que el terror adolescente todavía tiene cosas que decir —y gritar—. Y que la culpa, como el cine de género, siempre encuentra la forma de volver.
Xabier Garzarain
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