Una cena, una propuesta… y todo lo que remueve.
Una cena y lo que surja… no es solo un título con guiño. Es también una declaración de intenciones, una promesa de juego, un campo minado de certezas burguesas que, con elegancia y atrevimiento, los directores Olivier Ducray y Wilfried Méance se encargan de dinamitar desde dentro.
Ambos cineastas, con una trayectoria marcada por la comedia social y el retrato ácido de las relaciones humanas, vuelven aquí a sus temas favoritos: la apariencia, el deseo y la fragilidad de las estructuras afectivas. Pero lo hacen con más precisión, con más contención narrativa, y —paradójicamente— con más libertad. Tras títulos como Les Mythos o Le Test, donde ya exploraban dinámicas familiares y el impacto del entorno en la identidad, en esta nueva propuesta se despojan de artificios y confían en el poder del texto, del gesto, de la incomodidad servida en vajilla de porcelana.
El argumento, en apariencia simple, guarda una sofisticación camuflada: Xavier y Sophie, una pareja madura atrapada en la rutina, recibe a cenar a sus vecinos jóvenes, Adèle y Alban, portadores de una energía vital que los descoloca. Lo que comienza como una velada entre conocidos se convierte en un experimento emocional de alto voltaje cuando los invitados plantean, sin rodeos, una propuesta sexual fuera de guion. Pero esta no es una película sobre sexo, sino sobre lo que el sexo revela: frustración, envidia, miedo al paso del tiempo, deseo de reconexión y, sobre todo, el eco de lo que no se dice.
La brillantez de la película está en cómo se despliega este conflicto con ritmo contenido pero sin pausa. Los 77 minutos de duración no impiden que el guion construya un universo nítido y verosímil. Cada frase tiene un peso. Cada mirada, una historia. El texto, escrito también por Ducray y Méance, es punzante sin necesidad de cinismo, y profundo sin renunciar al humor. Una comedia que no busca la carcajada, sino la sonrisa torcida del reconocimiento.
Isabelle Carré, como Sophie, se mueve entre la contención y el anhelo con una precisión conmovedora. Su mirada contiene más monólogos que muchas películas enteras. Bernard Campan, en la piel del conservador y algo ridículo Xavier, sabe no caer en la caricatura, y dota a su personaje de una vulnerabilidad patética que lo humaniza. Por su parte, Julia Faure y Pablo Pauly componen unos Adèle y Alban llenos de carisma, frescura y una cierta ingenuidad provocadora: son el espejo donde se refleja todo lo que los anfitriones dejaron de ser.
Uno de los grandes logros del film es su unidad espacial. La historia transcurre casi íntegramente en un apartamento parisino, cuya fotografía cálida pero limpia, obra de Stéphen Méance, convierte cada rincón en una extensión emocional de los personajes. La cocina como campo de batalla doméstica. El salón como espacio de exhibición y, al mismo tiempo, trinchera. Las luces tenues, los reflejos en el cristal, las copas que se llenan y se vacían: todo habla.
El trabajo del vestuario es sutil, pero certero. Sophie viste con la sobriedad de quien se ha resignado. Adèle, con la espontaneidad de quien aún elige cada mañana con deseo. Los hombres, en cambio, oscilan entre la sobriedad forzada (Xavier) y la despreocupación provocadora (Alban). Cada prenda está al servicio del subtexto. Y la música de Alexis Rault, discreta pero emocional, se limita a aparecer cuando es necesaria, como un suspiro entre dos silencios cargados.
En términos de género, Una cena y lo que surja… se sitúa dentro de la mejor tradición de la comedia francesa de costumbres, heredera de autores como Francis Veber o Agnès Jaoui, pero también se atreve a flirtear con el cine de situación más anglosajón —hay ecos de Carnage de Polanski o de The One I Love de Charlie McDowell—. Y sin embargo, tiene voz propia. No pretende aleccionar ni escandalizar, sino plantear una pregunta en voz baja: ¿qué pasa si lo que siempre hemos considerado impensable… resulta ser lo más honesto?
La película fluye como una conversación incómoda pero necesaria. No se detiene en la provocación, sino en lo que la provoca. Y cuando llega el final —sin estridencias, sin golpes de efecto, casi como quien recoge los platos después de cenar— el espectador no se siente saciado, sino interrogado.
Porque si algo consigue esta película es que, tras los créditos, sigas pensando: en tus propios límites, en los prejuicios disfrazados de valores, en las fantasías aparcadas, en lo que ocurre cuando el deseo encuentra una rendija y se cuela en la rutina como una corriente de aire inesperada.
Una cena y lo que surja… es, en definitiva, un plato sencillo con ingredientes reconocibles, pero preparado con precisión, buen gusto y un punto de picante que te deja con la boca entreabierta. Como toda buena cena… el postre, en realidad, es lo que se queda dando vueltas en la cabeza cuando todo parece haber terminado.
Xabier Garzarain

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