“Futura:”el futuro tiene rostro, y ya nos está mirando.
Futura es una obra profundamente coral que nace de la confluencia de tres de los cineastas más personales del cine italiano contemporáneo: Pietro Marcello, Francesco Munzi y Alice Rohrwacher. Tres voces distintas, tres miradas únicas, que en este documental se funden para escuchar la voz de otros: la de los adolescentes de Italia, esos jóvenes que apenas se asoman al mundo pero que ya intuyen sus grietas. El resultado es un retrato polifónico, tierno y brutal a la vez, donde el futuro no es solo una palabra, sino un interrogante que late en cada rostro.
Pietro Marcello, conocido por la belleza artesanal de Martin Eden (2019) o la intimidad de La bocca del lupo (2009), aporta aquí su sensibilidad por lo humano y lo poético. Su cine siempre ha oscilado entre el documental y la ficción, entre la imagen de archivo y la puesta en escena lírica. En Futura, se deja sentir su influencia en los encuadres que capturan la melancolía de los lugares y la dignidad silenciosa de los entrevistados.
Francesco Munzi, por su parte, viene del realismo descarnado de Anime nere (Calabria, 2014), un drama criminal que exploraba la violencia estructural del sur italiano. Su enfoque en Futura es más sobrio y directo, aportando un equilibrio necesario al lirismo de Marcello y Rohrwacher.
Alice Rohrwacher, probablemente la voz más reconocible hoy en día del cine italiano gracias a Lazzaro felice (2018) y La quimera (2023), aporta a Futura su amor por lo rural, por los rituales invisibles del día a día, y una atención exquisita a los rostros jóvenes. Hay momentos del documental que podrían estar firmados por ella en solitario: un gesto que parece suspendido en el tiempo, una pregunta que se responde con una mirada. Su capacidad para filmar lo invisible –el deseo, el miedo, la ternura– brilla con fuerza.
La evolución de los tres directores se concreta en Futura como una forma de renuncia al yo para escuchar al otro. El ego autoral se diluye para abrir paso al testimonio. Y esa decisión –ética y estética– se convierte en el mayor acierto de la película.
La película avanza como un viaje. No solo geográfico –del norte al sur, de la costa a las montañas– sino emocional y generacional. No hay una trama lineal, sino un mosaico de testimonios. Cada adolescente se convierte en protagonista por unos minutos: hablan de sus sueños, de sus miedos, de las heridas del presente y la incertidumbre del porvenir.
El ritmo es pausado, contemplativo, casi litúrgico. Hay una voluntad de escucha que define cada plano. Las preguntas nunca interrumpen; las respuestas, por momentos, se alargan en el silencio. La cámara se detiene en los gestos: una risa nerviosa, una mirada hacia el suelo, un encogerse de hombros. Y, sin necesidad de subrayarlo, Futura traza el retrato de una generación marcada por la precariedad, la pandemia (que aparece como un telón de fondo difuso pero omnipresente) y la ausencia de horizontes.
No hay actores, pero sí interpretaciones: cada adolescente se muestra como puede o como quiere, con su forma de hablar, de vestir, de moverse ante la cámara. Esa autenticidad es el corazón de la película. Y lo más impactante no es lo que dicen, sino lo que se adivina: una generación que ha aprendido pronto que soñar es arriesgado.
Destacan algunos rostros por su fuerza o su fragilidad: la chica que quiere ser futbolista en un entorno machista, el chico que teme no poder permitirse estudiar, los que sueñan con escapar, los que ni siquiera se plantean hacerlo. Sus palabras construyen un espejo de Italia, pero también de Europa y del mundo. El futuro, en Futura, no es un territorio esperanzador, sino un campo de batalla.
El rodaje se llevó a cabo en diferentes regiones de Italia durante 2020 y 2021, atravesado por las restricciones del COVID-19. Esa limitación se convirtió en virtud: los espacios vacíos, los rostros cubiertos de mascarillas, la distancia física, todo eso se filtra en el tono del documental. Hay un aire de provisionalidad, de espera, como si el mundo estuviera en pausa y los adolescentes hablaran desde esa suspensión del tiempo.
Futura dialoga con obras como La infancia de Ivan (1962) de Tarkovsky por su mirada compasiva sobre la juventud en un contexto hostil, o con Etre et avoir (2002) de Nicolas Philibert, por su atención a lo cotidiano. También recuerda a We Are the Best! (2013) de Lukas Moodysson, aunque con menos música punk y más silencios densos.
Pero si hay un antecedente directo, sería Comizi d’amore (1965) de Pier Paolo Pasolini, quien recorrió Italia preguntando a los jóvenes por el amor y el sexo. Futura retoma ese espíritu: filmar la juventud no como objeto, sino como sujeto político y poético.
La música es mínima, casi inexistente, pero cuando aparece lo hace para subrayar un momento emocional sin imponerlo. La dirección, invisible y sutil, se basa en la observación. El vestuario y el atrezo son los del mundo real: ropa de calle, aulas escolares, gimnasios, plazas vacías. Todo lo que rodea a los adolescentes parece hablar también: las paredes desconchadas, los paisajes desolados, la luz que entra por una ventana.
La fotografía de Ilya Sapeha es sobria pero hermosa: sabe captar la dignidad de lo cotidiano. La cámara no invade, acompaña. No embellece artificialmente, pero encuentra belleza en lo que hay.
Futura no es solo un documental sobre adolescentes. Es una película sobre el tiempo y la promesa, sobre lo que esperamos y lo que se nos escapa. No hay moraleja ni respuestas fáciles. Solo la certeza de que escuchar a quienes vienen detrás es el primer paso para imaginar algo distinto.
El mensaje no es unívoco, porque nace de tres miradas y de muchas voces. Pero quizá se podría resumir así: el futuro ya está aquí, y tiene rostro. Es el de esos chicos y chicas que miran a cámara y nos preguntan –sin decirlo– si vamos a estar a la altura. Si vamos a construir un mundo donde puedan vivir, no solo sobrevivir.
Futura no predice nada. Pero sí advierte: el futuro depende de nuestra capacidad de escuchar el presente. Y de cuidar a quienes aún están creciendo.
Xabier Garzarain

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