“Los Rose:”la comedia negra que convierte el amor en guerra total.
Jay Roach ha tenido una trayectoria curiosa en Hollywood, marcada por un aparente vaivén entre la comedia más ligera y la disección política más severa. Después de hacerse mundialmente conocido con la saga disparatada de Austin Powers y el éxito comercial de Meet the Parents, parecía destinado a ser un director de comedias fáciles de consumo masivo. Sin embargo, con el tiempo, se ha ganado un lugar propio explorando las sombras del poder en películas como Recount y Game Change, radiografías certeras del engranaje político estadounidense, y en Bombshell, donde abordó el escándalo de acoso en Fox News con un tono grave, sobrio y directo. Esa doble vertiente, entre lo cómico y lo político, entre lo ligero y lo corrosivo, encuentra en Los Rose una síntesis sorprendente: una comedia negra sobre la guerra conyugal que es también un espejo deformado de nuestro tiempo, una mirada incómoda a las obsesiones contemporáneas por la perfección, el éxito y la fachada de felicidad.
La historia de Theo y de Ivy, ya conocida por la versión de 1989 dirigida por Danny DeVito, regresa en manos de Roach con un guion de Tony McNamara que se siente afilado como un bisturí. Lo que en apariencia es un matrimonio perfecto —él, Theo, interpretado por Benedict Cumberbatch, con una carrera brillante y un aura de hombre hecho a sí mismo; ella, Ivy, encarnada por Olivia Colman, con un magnetismo que oscila entre la ternura y la furia— pronto revela grietas imposibles de disimular. La pérdida de estatus de Theo funciona como chispa inicial, pero lo que realmente estalla es un resentimiento acumulado durante años, una competitividad soterrada y una frustración mutua que convierte la casa en un campo de batalla. McNamara, que ya demostró en La favorita y Poor Thingsque es un maestro en transformar lo doméstico en grotesco y lo íntimo en político, convierte aquí cada frase en un dardo, cada gesto cotidiano en un detonante. La cena, la mudanza de un sofá, la forma en que se sirven los platos, todo se convierte en escenario de violencia simbólica. Su guion convierte lo trivial en tragedia, lo banal en comedia negra, y lo familiar en una danza macabra.
Benedict Cumberbatch se aleja de sus registros más habituales, ya sea la frialdad cerebral de Sherlocko la contención trágica de The Power of the Dog, para dar vida a un hombre herido en su orgullo, incapaz de digerir el fracaso sin convertirlo en arma contra quienes más cerca tiene. Su Theo es elegante, sí, pero esa elegancia se resquebraja hasta convertirse en patetismo y crueldad. Olivia Colman, por su parte, vuelve a demostrar por qué es una de las intérpretes más prodigiosas de nuestra época. Su Ivy está construida con capas de ironía, dolor y furia: puede mostrarse frágil y vulnerable en un momento, y en el siguiente volverse implacable, casi monstruosa. Entre ambos no hay complicidad romántica ni vestigios de ternura, sino un enfrentamiento que recuerda a los combates de Richard Burton y Elizabeth Taylor en Who’s Afraid of Virginia Woolf?, aunque aquí teñido de sátira contemporánea. La química es la de un choque frontal, un duelo interpretativo donde cada mirada y cada palabra es un golpe.
El reparto secundario acompaña con precisión quirúrgica. Andy Samberg introduce humor absurdo en su papel de Barry, pero lejos de ser un alivio, refuerza el carácter grotesco de la historia. Allison Janney, como Eleanor, aporta una mirada sarcástica que pone en evidencia lo insostenible de la farsa familiar; su personaje es testigo lúcido y a la vez cómplice pasivo del derrumbe. Kate McKinnon aporta su habitual excentricidad desbordante, mientras Ncuti Gatwa ofrece frescura y un contrapunto energético que rompe la monotonía de la guerra doméstica. Jamie Demetriou y Zoe Chao, desde la incomodidad social de personajes periféricos, muestran cómo la violencia de una pareja no se queda dentro de casa, sino que contamina a todo el entorno. Cada secundario funciona como resonancia de la batalla central, ampliando sus ecos en clave cómica o amarga.
La fotografía de Florian Hoffmeister es otro de los elementos clave de la película. Tras el virtuosismo sobrio de Tár, aquí vuelve a demostrar que sabe convertir los espacios en estados de ánimo. Al inicio, la casa de los Rose se muestra amplia, luminosa, casi perfecta: encuadres abiertos, colores limpios, sensación de orden. A medida que el conflicto se intensifica, los encuadres se estrechan, la cámara se vuelve más opresiva, la luz se ensucia con tonos sombríos. El espectador siente cómo la casa se achica, cómo se convierte en trampa y cárcel. El diseño de producción de Mark Ricker y la dirección artística de Judy Farr completan esta metamorfosis: un sofá que pasa de símbolo de confort a arma de destrucción, una vajilla de lujo que termina hecha añicos en el suelo, cuadros torcidos que reflejan un universo desestabilizado. El atrezo no es mero decorado, sino relato paralelo: cada objeto roto habla del derrumbe de una historia de amor.
La música de Theodore Shapiro acompaña esta caída con una partitura que empieza ligera y termina desquiciada. Su experiencia en comedias como The Devil Wears Prada le permite comenzar con melodías juguetonas, casi irónicas, que evocan la vida perfecta de escaparate. Poco a poco, esas melodías se deforman, se descentran, se vuelven inquietantes. En las escenas de mayor tensión, la música se acelera y se corta bruscamente, acompañando los gestos de violencia con un contrapunto casi paródico que termina en tragedia. Shapiro no busca un score heroico ni sentimental, sino un acompañamiento corrosivo, un vals roto que subraya la disonancia emocional de la pareja.
El diálogo de la película con otras obras es inevitable. Resuena, claro, la War of the Roses de 1989, pero también películas como Revolutionary Road de Sam Mendes, donde el matrimonio se convierte en campo de batalla de sueños frustrados, o Carnage de Roman Polanski, que mostraba cómo lo civilizado podía convertirse en grotesco con una simple discusión. En cierto modo, Los Rose también dialoga con Marriage Story de Noah Baumbach, pero mientras esta última buscaba la empatía y el realismo emocional, la de Roach apuesta por la sátira y el exceso, por mostrar cómo el amor no solo se desgasta, sino que puede convertirse en odio puro, sin redención posible.
Las anécdotas del rodaje refuerzan esa impresión de realismo brutal. Cumberbatch y Colman, también productores del film, insistieron en ensayar las escenas más violentas como si fueran coreografías teatrales, buscando precisión en los gestos para que cada enfrentamiento pareciera auténtico y no gratuito. Esa disciplina se percibe en pantalla: los destrozos materiales parecen tan verosímiles como los emocionales. El espectador asiste a un crescendo de violencia que nunca pierde la sensación de verdad, aunque esté filmado con la estilización de la sátira.
El desenlace es devastador porque rehúye cualquier reconciliación o moraleja edulcorada. Lo que muestra Roach es que en una guerra de pareja no hay vencedores, solo escombros. El amor, convertido en campo de batalla, se transforma en un vacío que devora a todos los que lo habitan. La conclusión de la película no ofrece alivio, sino una advertencia feroz: la perfección que exhibimos en redes, en escaparates y en discursos sociales es apenas una fachada que oculta resentimientos, frustraciones y odios latentes. Bajo esa superficie brillante, la semilla de la destrucción puede germinar en cualquier momento.
En última instancia, Los Rose no habla solo de Theo e Ivy, ni siquiera del matrimonio como institución: habla de la fragilidad del vínculo humano cuando se confunde amor con posesión, entrega con competencia, y complicidad con exhibición. Nos recuerda que las pasiones más luminosas pueden tornarse en sombras si se sostienen únicamente en la necesidad de tener razón, de ganar, de imponerse. Lo que empieza como la historia de un matrimonio perfecto acaba siendo una parábola sobre la condición contemporánea: vivimos obsesionados con la apariencia de éxito, pero descuidamos la verdad íntima de lo que compartimos con los otros. La película nos devuelve un espejo donde la risa se convierte en mueca amarga y el amor en campo de batalla. Y, sin embargo, en esa devastación, hay una lucidez brutal: comprender que lo frágil no es solo la pareja moderna, sino el ser humano mismo, siempre oscilando entre la ternura y la destrucción. Ese es el filo por el que camina Los Rose: recordarnos que amar puede ser sublime, pero que destruir lo amado es, quizás, la tentación más humana de todas.
Xabier Garzarain

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