“Pequeños calvarios:”el tic-tac de nuestras rarezas cotidianas.
Javier Polo Gandía llega a la ficción larga con una mochila singular y muy valiosa. Viene del documental y del cortometraje. Europe in 8 Bits abrió una mirada lúdica y musical al mundo chiptune. The Mystery of the Pink Flamingo afiló un pulso iconoclasta y un olfato para el detalle kitsch. Entre ambos títulos creció un autor que observa con ironía y con ternura y que entiende la imagen como un juego serio. Ese trayecto desemboca en Pequeños calvarios y se nota el oficio en el control del tono y en la manera de ensamblar un mosaico coral. Es el paso natural de un cineasta que ha aprendido a escuchar a sus personajes y a encontrar la música secreta de sus rarezas.
La interpretación de los personajes sostiene el edificio y lo hace con gracia y con calidez. Pablo Molinero compone un Carlo excéntrico y magnético y juega con la idea de relojero demiurgo sin perder humanidad. Enrique Arce aporta empuje y carisma y modula el sarcasmo con una sonrisa torcida. Arturo Valls se mueve con precisión en el filo entre lo absurdo y lo tierno. Andrea Duro y Berta Vázquez encuentran verdad en la duda amorosa y en la fragilidad cotidiana. Vito Sanz y Marta Belenguer suman un contrapeso de timidez y de lucidez tranquila. Javier Coronas deja estelas de humor seco. El conjunto funciona porque nadie busca el chiste aislado y todos tocan la misma melodía emocional.
El ritmo de la película es ligero y constante. No corre y no se entretiene. Enlaza escenas breves que respiran y que se encadenan como piezas de un reloj. Cada gag nace de la situación y no de la ocurrencia. La narración avanza con pasos pequeños y seguros y cuando llega el remate se siente la recompensa.
La trama propone un tablero donde Carlo inclina el destino de una ciudad y donde cada vecino se enfrenta a una prueba íntima. Un hipocondríaco mira a la muerte y aprende a vivir. Una pareja sopesa si el amor pesa demasiado y descubre que el peso puede ser impulso. Una profesora de yoga ve cómo la calma se quiebra con una vecina enigmática y entiende que la serenidad también es una conquista. Un viaje soñado se tuerce y revela el verdadero mapa de quienes lo emprenden. La película enlaza estos hilos con una brújula clara y con una fe humilde en la capacidad de cambio.
El guion de David Pascual y de Enric Pardo y de Guillermo Guerrero abraza la estructura coral y la hace cercana. Las escenas se abren con premisas limpias y se cierran con golpes de gracia que no traicionan a los personajes. Hay ironía y hay compasión. El humor es negro y a la vez luminoso. La película cree que reír puede ser un acto de empatía.
El tempo general se sostiene sobre una edición que entiende la música interna de los relatos. El montaje no grita y no subraya. Corta donde la emoción pide aire y deja mirar cuando el gesto se vuelve significativo. Así cada historia encuentra su cadencia y el conjunto respira como una sinfonía cotidiana.
La película encuentra su parentesco natural con Relatos salvajes, con El cuento de las comadrejas y con Las brujas de Zugarramurdi por su ironía y su estructura múltiple, pero también tiene la ligereza emocional de Little Miss Sunshine y la mirada humanista de The Grand Budapest Hotel. Todas esas referencias laten en su interior, aunque Pequeños calvarios logra ser distinta porque no busca la risa ni la lágrima sino la comprensión.
Su trayectoria podría trazarse como una flecha que parte de la curiosidad documental y llega al retrato emocional. De la música electrónica pasa al humor coral, del objeto a la persona, del artificio visual a la verdad íntima. Si Szifron observa la furia de la venganza y de la frustración y De la Iglesia celebra el exceso, Polo estudia la fragilidad. Su mirada es menos estridente y más serena, más observacional. Entiende que el humor negro no consiste en reírse de la muerte sino en aceptar que la vida es un accidente con instantes de belleza.
No hay anécdotas de rodaje que eclipsen lo importante y eso juega a favor del misterio y del encanto. La película se vende por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. El eco que dejó en su paso por Málaga sugiere que el público conectó con esa mezcla de ironía dulce y de absurdo cercano.
La fotografía de Beatriz Sastre apuesta por una paleta viva y por encuadres que acarician la excentricidad sin ridiculizarla. La luz es clara y juguetona y deja que el color hable. Los rosas y los verdes y los azules se combinan con naturalidad y construyen un sistema de señales emocionales. La cámara observa más que exhibe y permite que el tono negro se sienta cálido.
El atrezo y el diseño material son parte del chiste y de la poesía. Objetos cotidianos se vuelven talismanes y pequeñas obsesiones se convierten en brújulas dramáticas. El mundo del relojero ordena engranajes y cuerdas y esferas, y ese orden mecánico dialoga con el desorden vital de los vecinos. Cada elemento tiene función narrativa y también carácter.
La música de Juanma Pastor Labrandero y de Carlos Ortigosa acompaña con ligereza y con picardía. No busca imponerse y sabe retirarse a tiempo. Entra como un pensamiento amable y sale dejando un rastro de sonrisa. Cuando la emoción crece, la partitura se vuelve más cálida y sostiene sin aplastar.
La conclusión es amplia y necesaria. Pequeños calvarios habla de la responsabilidad sobre la propia vida. Dice que cada persona guarda un mecanismo interno y que a veces se atasca por miedo, por culpa o por simple inercia. Carlo actúa como un relojero del alma y empuja a sus vecinos a mirar el engranaje y a decidir si lo dejan parado o si lo ponen en hora. La película defiende que el humor puede ser una llave ética. Reír abre la puerta para ver el desajuste y para corregirlo. La comedia aquí no anestesia y despierta. No ridiculiza y acompaña. La mirada de Javier Polo Gandía es crítica y a la vez compasiva. Observa el narcisismo blando de nuestro tiempo y lo desactiva con ternura y con un toque de absurdo. La puesta en escena usa el color como refugio y como espejo y por eso el viaje resulta amable aunque duela. La música sostiene esa caricia y el reparto la encarna con verdad. Cuando llegan los cierres de cada historia queda una sensación de alivio sereno. Nada se arregla del todo y todo se mueve un poco. Ese movimiento es el mensaje. No existe una redención grandilocuente y sí una suma de decisiones pequeñas. Ajustar un tornillo, pedir perdón, escuchar al otro, bajar la guardia y aceptar el propio miedo. El director quiere transmitir que la vida se compone de esos ajustes mínimos y que aprender a reírse de uno mismo es un acto radical de madurez. La película celebra la posibilidad de elegir y nos recuerda que cada día podemos poner en hora nuestro propio reloj interior.
Xabier Garzarain

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