“Deathstalker”: El rugido del acero y la carne.

 Steven Kostanski no rueda películas, las resucita. Su cine parece construido con la materia olvidada de los sueños de videoclub, esa mezcla de celuloide chamuscado y deseo adolescente que huele a polvo, sudor y magia. En Deathstalker (2025) lleva esa alquimia al límite: toma el esqueleto del clásico de los ochenta y lo hace vibrar como si acabara de salir de una fragua antigua. No hay nostalgia ni parodia; hay un impulso visceral, casi ritual, de devolver dignidad al género de espada y brujería. Y lo logra.

La trayectoria de Kostanski siempre ha sido la de un artesano que se rebeló contra la asepsia digital. En The Void exploró el horror cósmico con texturas viscosas; en Psycho Goreman, mezcló el cómic, el gore y la infancia con una ternura perversa; en Leprechaun Returns, rindió homenaje a la serie B sin convertirla en caricatura. Pero Deathstalker es otra cosa. Aquí no hay parpadeo irónico: hay reverencia. El director filma la fantasía como si fuera un lenguaje sagrado que solo puede hablarse con las manos manchadas de sangre y barro. Es su película más adulta, más poderosa, más físicamente viva.


El ritmo de la película tiene el pulso de una batalla contada en versos largos. Kostanski no corre, deja que la épica respire. Comienza con un plano general de cuerpos esparcidos en el campo de Abraxeon, un cuadro que podría firmar Frank Frazetta si hubiera empuñado una cámara. Luego el movimiento: un amuleto hallado entre los cadáveres, un hechizo que se adhiere a la piel como una promesa de destrucción. A partir de ahí, el tiempo se vuelve materia. Cada paso del protagonista es un latido de esa maldición que lo corroe, cada silencio se llena del eco de lo que ya no puede salvar. La película late. Es un animal herido que avanza, tambaleante, hermoso.


El guion, también de Kostanski, sabe que el mito solo importa si duele. La historia es sencilla —un guerrero maldito que busca romper su condena antes de convertirse en monstruo—, pero su desarrollo está impregnado de fatalidad y deseo. El amuleto no otorga poder, revela el poder corrupto que el héroe ya llevaba dentro. Las escenas de acción no buscan espectáculo; buscan peso. Cada golpe, cada caída, cada mirada se siente como una confesión. En un género donde la épica suele borrar lo humano, aquí lo humano se impone. El sacrificio no es heroico: es inevitable.


Daniel Bernhardt ofrece la interpretación más compleja de su carrera. Su Deathstalker no es un ídolo de mármol, sino un cuerpo roto que aún se niega a ceder. Tiene la melancolía de un samurái perdido en el tiempo. En su rostro conviven la fiereza y la culpa. Christina Orjalo, en cambio, aporta luz. Su guerrera no está ahí para ser salvada ni para salvarlo; está para recordarle que la libertad no es matar demonios, sino aceptar los propios. Patton Oswalt, transformado por el maquillaje y la ironía, compone a un hechicero que mezcla tragedia y humor con la precisión de un poeta decadente. Entre ellos hay una tensión que sostiene el relato incluso cuando la espada descansa: el brillo del acero es también el reflejo de la conciencia.


La música de Blitz//Berlin y Bear McCreary es un hechizo en sí misma. Los sintetizadores industriales se funden con percusiones tribales y coros que suenan a lamento ancestral. McCreary compone como si dirigiera una orquesta de almas perdidas; Blitz//Berlin añade el pulso del metal oxidado. El resultado es una sinfonía bárbara, mitad épica, mitad elegía. Hay pasajes donde la música parece golpear los huesos, y otros donde flota como un eco de redención. Es una banda sonora que no adorna: encarna.


La fotografía de Andrew Appelle es puro barro y ceniza. No busca belleza, sino verdad. La cámara se mueve entre la bruma y el fuego con una elegancia ruda, casi táctil. La luz no ilumina: hiere. Los colores —rojos febriles, violetas de hechicería, azules enfermos— construyen una mitología cromática. Hay planos que parecen sueños que se pudren, otros que podrían colgarse en un museo. En la secuencia final, cuando la tormenta negra cae sobre Abraxeon, el cielo se abre como una herida, y la pantalla se vuelve carne. Es cine físico, cine que sangra.


El atrezo y los efectos prácticos son una declaración de principios. Kostanski demuestra que lo artesanal sigue siendo insuperable. Las armaduras pesan, las espadas dejan marcas, los monstruos respiran. Los Dreadites, esos heraldos deformes del hechicero muerto, no son meros antagonistas: son el recordatorio constante de que la carne también tiene memoria. Cada detalle, cada cicatriz, cada hueso tallado con paciencia de artesano reconstruye un universo donde lo fantástico vuelve a ser tangible. Aquí el CGI es subordinado, no amo.


El diálogo con las películas del mismo género es brillante. Hay ecos de Conan el Bárbaro en la solemnidad del destino, guiños a Beastmaster en la comunión con la tierra, sombras de The Sword and the Sorcerer en la oscuridad del deseo, y un pulso lírico que recuerda al Excalibur de Boorman. Pero la influencia más profunda es espiritual: Kostanski mira a los 80 no como una estética, sino como un credo. Recupera la pureza del exceso, la fe ingenua en el mito y la textura del riesgo. Mientras Hollywood convierte la fantasía en un catálogo de software, él la filma como un conjuro ancestral.


El mensaje final del director es tan brutal como honesto: no se puede empuñar una espada sin mancharse de sombra. La película habla de la corrupción que viene del poder, pero también de la necesidad de enfrentarse a ella. La maldición de Deathstalker es la de todos los héroes: el poder que destruye al enemigo es el mismo que puede destruirnos. Y, sin embargo, hay esperanza. Kostanski no cierra en la oscuridad; deja una grieta. En el último plano, el héroe se funde con su sombra y mira el amanecer. La cámara se detiene, y durante un instante parece que el cine —ese viejo guerrero lleno de cicatrices— también respira.


La conclusión llega como un rugido que resuena después de los créditos. Deathstalker no es solo un remake. Es una resurrección. Es el grito de un género que se niega a morir, el canto de un director que aún cree que las películas deben sentirse en la piel. Hay en cada plano una mezcla de furia, devoción y ternura que trasciende la nostalgia. Kostanski no filma fantasía: filma memoria. Y cuando el acero choca contra la piedra, entendemos que lo que está renaciendo no es un héroe, sino una forma de creer en el cine.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Los domingos:”cuando la fe se convierte en una forma de libertad.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”