“The Long Walk:”el paso eterno de una humanidad que se niega a rendirse.

 Francis Lawrence no ha filmado una distopía más, ha filmado un espejo. Su trayectoria, marcada por la tensión entre lo espectacular y lo íntimo, ha pasado de los escenarios de masas de Los juegos del hambre al aislamiento existencial de Soy leyenda, y de allí a este proyecto que lo desnuda como autor. En The Long Walk, estrenada en 2025, Lawrence abandona la pirotecnia para abrazar lo elemental: el cuerpo, el tiempo, la resistencia. Se basa en una novela de Stephen King escrita bajo seudónimo, pero la convierte en algo más: una parábola sobre la obediencia y la fe, sobre el deseo de sobrevivir incluso cuando ya no hay nada por lo que luchar. Su cámara ya no observa multitudes, las acompaña. No hay distracción, ni artificio. Solo la marcha, el polvo, el sudor, la certeza de que el cine también puede doler físicamente.

La película comienza con la inocencia de una carrera que parece juego. Cien adolescentes se alinean frente a la carretera y saludan al público que los vitorea. Una voz metálica da las reglas: caminar sin detenerse, mantener la velocidad mínima, obedecer las órdenes. Tres advertencias y la muerte. No hay otro argumento, ni falta que hace. Desde ese instante, Lawrence se instala en un minimalismo feroz: el camino y los cuerpos, el paso y la espera. Su dirección encuentra una elegancia brutal en la repetición. No hay música que alivie, ni cortes que distraigan. Solo el andar, ese ritmo de botas que se convierte en corazón de la película. Y poco a poco, sin que lo notemos, el espectáculo deja de ser ajeno. Nos volvemos uno de ellos. Caminamos también.


Cooper Hoffman, en su papel de Garraty, ofrece una interpretación que asombra por su madurez y su humanidad. Es un joven cualquiera, ni héroe ni mártir, con miedo y esperanza a partes iguales. A través de él, Lawrence logra lo que King solo podía insinuar en palabras: el rostro del cansancio, el peso del miedo, la belleza de la resistencia. Hoffman no actúa: respira. Cada zancada es una confesión, cada mirada un intento de recordar quién era antes de empezar a caminar. A su lado, David Jonsson se convierte en el reflejo opuesto, el compañero que ríe cuando ya no queda nada que decir. Entre ellos se teje una amistad que no tiene tiempo de florecer, pero que deja huella. Judy Greer, como la madre de Garraty, aparece poco, pero su mirada breve, desde la multitud, contiene la tragedia del amor que no puede intervenir. Los secundarios, interpretados por jóvenes casi desconocidos, completan un retrato coral de una generación criada para competir y morir en silencio.


El ritmo es hipnótico. Al principio hay movimiento, conversación, bromas. Pero a medida que la marcha avanza, los pasos se vuelven ritual, la respiración se sincroniza con el miedo. Lawrence domina el tiempo como pocos directores contemporáneos. Cada plano parece prolongarse hasta el límite del aguante. Los primeros kilómetros se sienten interminables, y de pronto, cuando la primera bala suena, todo cambia. El espectador entiende que no hay vuelta atrás. El ritmo, antes pausado, se vuelve pulsación. La película se contrae, como si el mundo se encogiera alrededor de los caminantes. No hay escapes ni refugios, solo el asfalto y el horizonte. Esa repetición, que podría ser tedio, se convierte en trance. Lawrence logra que el cansancio físico sea también emocional: salimos del cine agotados, como si hubiéramos marchado con ellos.


El guion, adaptado por J. T. Mollner junto al propio Lawrence, es un prodigio de contención. Rehúye la tentación de explicar demasiado. Cada línea de diálogo pesa más que un disparo. Los personajes no filosofan sobre su situación, la viven. La verdadera narrativa ocurre en los silencios, en los gestos, en las grietas del rostro. Lo que podría haber sido un relato de acción se convierte en una experiencia espiritual. El texto respeta el alma de Stephen King, pero la trasciende: transforma el horror social en poesía seca. Lawrence no adapta un libro, adapta un estado de ánimo.


La fotografía de Jo Willems es el alma visual de la película. Todo está reducido a lo esencial: tierra, piel, cielo. No hay colores intensos, solo ocres, grises y el rojo inevitable de la sangre. La cámara rara vez se separa de los cuerpos. Se mueve con ellos, cae con ellos, respira con ellos. Es un ojo que observa sin juicio, que acompaña sin piedad. Cada plano parece tomado desde el punto exacto donde el aire se vuelve insoportable. El calor se siente, el polvo se mastica. Los paisajes son abiertos y al mismo tiempo claustrofóbicos: el horizonte está siempre ahí, pero nadie llega. El atrezo contribuye a ese realismo desolador. Todo lo que existe es funcional: los dorsales numerados, las botas, los rifles de los soldados, los camiones que siguen la marcha. El camino es el único decorado, y su monotonía se vuelve hipnótica.


La música de Jeremiah Fraites, mitad susurro mitad pulsación, acompaña sin dominar. Es un latido que se confunde con el sonido de los pasos. A veces desaparece por completo, y lo que queda es el ritmo del aliento, del viento, del roce del cuero contra el suelo. La banda sonora no busca emocionar, busca absorber. Es música que no suena, sino que habita. Cuando la marcha alcanza su punto de delirio, los sonidos se distorsionan, los murmullos se transforman en rugidos. Lawrence y Fraites consiguen algo raro: una partitura que se vuelve respiración compartida, un hilo invisible que une a los caminantes y a quien los observa.


Durante el rodaje, Lawrence decidió filmar de manera cronológica, en exteriores reales, con un equipo reducido y temperaturas cercanas a los cuarenta grados. Los actores caminaron de verdad, sin dobles, durante semanas. El cansancio era real, el sudor también, y ese agotamiento se ve en pantalla. Hubo días en los que no se rodó por deshidratación, y uno en los que un relámpago cayó cerca del set durante una toma nocturna. Lawrence decidió mantener esa luz en el montaje final: “Era la naturaleza participando en la historia”, dijo. Ese realismo extremo es el que da peso a la película: no hay artificio, hay experiencia.


Las comparaciones con Los juegos del hambre son inevitables, pero engañosas. Aquella saga convertía la lucha en espectáculo; esta película destruye el espectáculo desde dentro. The Long Walk tiene más en común con They Shoot Horses, Don’t They? de Sydney Pollack, con su maratón de baile mortal, o con el existencialismo violento de The Road de John Hillcoat. También dialoga con la atmósfera opresiva de The Mist y con el realismo trágico de Children of Men. Pero a diferencia de todas, aquí no hay esperanza, ni clímax liberador, ni consuelo. El horror es cotidiano y sereno, como un amanecer que no promete nada nuevo. Lawrence filma el fin de la humanidad sin un solo efecto especial: solo con cuerpos que caminan.


El mensaje de la película es devastador y luminoso al mismo tiempo. Nos muestra un mundo que celebra la resistencia mientras destruye a quienes resisten, una sociedad que convierte la muerte en entretenimiento, una juventud educada para obedecer y competir hasta morir. Pero también nos habla de la dignidad, de la camaradería, del instante fugaz en que dos seres humanos se reconocen antes de desaparecer. La marcha no es solo castigo, es espejo. Cada paso revela algo de lo que somos: la incapacidad de detenernos, el miedo a perder, la necesidad de avanzar incluso hacia la nada. Lawrence nos enfrenta a la pregunta esencial: ¿cuántas veces hemos caminado sin saber hacia qué, solo porque todos lo hacen?


Al llegar al final, cuando solo queda uno, no hay gloria, ni alivio. Hay un silencio inmenso. El ganador no levanta los brazos, solo sigue caminando, como si el movimiento fuera ya una condena eterna. La cámara se aleja despacio, el horizonte se pierde, y el espectador comprende que la verdadera marcha no termina. Sale del cine con la sensación de haber estado dentro de un sueño febril, con el cuerpo tenso, con las piernas temblando. Francis Lawrence no nos ha dado una película: nos ha dado una experiencia sensorial, un viaje físico y moral por el corazón del miedo contemporáneo.


La larga marcha no acaba con el último disparo. Termina cuando comprendemos que la supervivencia no es un destino, sino una pregunta. Lawrence filma el dolor, pero también la posibilidad de seguir caminando sin odio, sin espectadores, sin premio. Entre el polvo y el cansancio, su película guarda una chispa de ternura: la del que mira al compañero caído y le promete que seguirá un poco más. Esa promesa es el alma del cine y de la vida. Que, pese a todo, seguimos caminando.


Xabier Garzarain 

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