“Predator: Badlands “ el cazador excluido que encuentra su propia cacería.
La trayectoria cinematográfica de Dan Trachtenberg es la de un director que ha ido afilando su mirada película a película hasta llegar al control absoluto que demuestra en Predator Badlands (2025). Su irrupción seria fue con 10 Cloverfield Lane (2016) donde encerró a tres personajes en un espacio envenenado para demostrar que el terror verdadero no necesita monstruos gigantes sino tensión emocional y respiración contenida. Más tarde encontraría su madurez en Prey (2022) devolviendo dignidad al universo Predator gracias a una puesta en escena precisa limpia y profundamente humana. Entre medias su trabajo en series como Black Mirror y The Boys le permitió explorar la violencia moderna la paranoia tecnológica y la fragilidad del poder. Todo ese aprendizaje desemboca ahora en una obra que se atreve a mirar al monstruo desde dentro sin miedo a lo que pueda encontrar.
La interpretación de los personajes sostiene la película sobre un eje inesperadamente emocional. Elle Fanning compone a Thia como una sintética dañada que arrastra errores de memoria y movimientos que parecen latidos fallidos pero cargados de alma. Cada gesto suyo parece el intento de una criatura artificial por entender qué significa realmente existir. Frente a ella Dimitrius Koloamatangi se sumerge en Dek un Predator marginado por su tamaño y por un fallo que su clan nunca ha perdonado. Bajo el peso del traje la máscara y la prótesis transmite vergüenza rabia y una dignidad herida que se resiste a desaparecer. La química entre ambos nace precisamente de esa fractura interior. Son dos seres concebidos como errores y esa grieta compartida los convierte en un dúo extraño pero conmovedor.
El ritmo avanza como una respiración que intenta no romperse. El comienzo es lento ritualístico silencioso. Trachtenberg observa el rechazo del clan hacia Dek con una serenidad casi cruel dejando que cada gesto de desprecio pese como una piedra. Cuando Dek y Thia se ven forzados a colaborar la película se transforma en un western de ciencia ficción donde dos figuras rotas cruzan un paisaje hostil lleno de restos tecnológicos y cicatrices antiguas. El último tramo estalla con persecuciones brutales duelos en crestas rocosas y una cacería final que acumula tensión hasta el límite sin perder nunca la claridad narrativa. El ritmo está ejecutado con la precisión de alguien que ya no duda en su propia voz.
La trama se sostiene sobre una idea sencilla pero poderosa. Dek no encaja en su clan. Thia no encaja en la corporación que la creó. Ambos representan los fallos del sistema. Él es demasiado pequeño para ser un cazador. Ella es demasiado consciente para ser una máquina obediente. Lo que los une no es el destino heroico clásico sino la necesidad urgente de encontrar un lugar donde existir sin ser borrados. Trachtenberg construye su historia alrededor de esa exclusión y convierte el viaje en una rebelión íntima contra dos estructuras que solo valoran la fuerza la utilidad y la perfección.
El guion trabaja con una pureza sorprendente dentro de una franquicia acostumbrada a la brutalidad. No busca repetir fórmulas sino reinterpretarlas desde el margen. Dek falla duda huye y aun así se levanta. Thia recuerda a medias siente a medias pero decide por completo. El hecho de que ambos sean considerados residuos por sus propios mundos convierte su alianza en un acto de resistencia. La cacería ya no es un ritual de gloria sino un cuestionamiento sobre qué significa pertenecer a una cultura que te desprecia.
Sobre el proceso creativo hay decisiones que definen la valentía del proyecto. Trachtenberg pudo seguir por el camino cómodo marcado por Prey pero eligió arriesgar más. Limitar la presencia humana obligó a explorar el universo Predator con un lenguaje distinto donde el monstruo es también sujeto y no solo objeto. Este enfoque requiere confianza total en la potencia visual y emocional de la criatura. Es un salto sin red que muy pocos directores habrían intentado en una franquicia tan codificada.
La fotografía de Jeff Cutter convierte el planeta en un espejo emocional. El cielo parece un hierro incandescente. Las rocas cortan la luz como navajas. La visión térmica clásica se reinventa con texturas nuevas que dan la sensación de estar dentro de unos ojos que nunca han aprendido a ver la belleza. Los planos abiertos transmiten pequeñez. Los planos cerrados transmiten dolor. Cada imagen parece empujarnos a sentir lo que siente Dek incluso cuando él intenta ocultarlo.
El atrezo y el diseño de producción mezclan la rudeza tribal de Predator (1987) con el frío industrial del universo que desembocará en Alien (1979). Las armaduras están llenas de cicatrices remiendos y decisiones improvisadas que hablan de un personaje sin recursos ni respeto. La tecnología humana abandonada en el planeta sugiere una historia anterior de fracaso ambición y codicia. Cada objeto enterrado en la arena es un trozo de memoria perdido. Cada arma rota es un rastro de un mundo que siempre se repite y nunca aprende.
La música de Sarah Schachner y Benjamin Wallfisch acompaña todo este viaje con una mezcla de pulsos electrónicos respiraciones metálicas y melodías que suenan como recuerdos rotos. Hay ecos del tema original pero distorsionados como si la propia música llevara dentro la herida de Dek. La banda sonora no ilustra. Respira con él. Se ahoga con él. Se levanta con él.
La relación de Predator Badlands con otras obras del género es profunda. Dialoga con Predator (1987) en su respeto por el mito del cazador. Dialoga con Predator 2 (1990) en su gusto por mundos más amplios y moralmente ambiguos. Dialoga con Predators (2010) en su interés por los parias y los descartados. Dialoga con The Predator (2018) en la crítica implícita a lo que la saga no debe volver a ser. Dialoga con Prey (2022) en su sensibilidad física y su amor por la narrativa limpia. E incluso dialoga con obras donde los monstruos descubren humanidad como El gigante de hierro (1999) o Mad Max Fury Road (2015). Todo ello sin perder su propia identidad que es la de una película que respira desde la herida.
La conclusión final es el corazón de la película. Predator Badlands es un cuento brutal sobre la exclusión. Es una fábula seca sobre lo que significa nacer marcado. Dek no es el mejor cazador ni el elegido ni el más fuerte. Es el más rechazado. Thia no es la máquina perfecta. Es la máquina rota que empieza a despertar. El mensaje es claro. La fuerza verdadera no nace de cumplir las reglas del clan ni de seguir órdenes que destruyen. Nace de la desobediencia. De decir no. De elegir ser distinto aunque el mundo entero te diga que no deberías existir.
Lo que Trachtenberg quiere transmitir es que incluso en un universo construido sobre la violencia hay espacio para los que llegan defectuosos. Que los débiles también pueden escribir su propio ritual. Que los descartados también pueden redefinir la cacería. Y que no hay criatura más peligrosa más libre y más hermosa que aquella que se niega a arrodillarse aunque lo hayan condenado desde el principio.
Predator Badlands es un canto feroz y tierno a todos los que fueron llamados errores. Un recordatorio de que incluso un depredador pequeño puede cambiar la historia cuando decide ser dueño de su respiración. Cuando decide ser dueño de sí mismo.
Xabier Garzarain

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