“Aquel último tiburón”: el eco que mordió al gigante.
La trayectoria cinematográfica de los dos directores se entrelaza con elegancia y pasión en este proyecto. Por un lado, Víctor Matellano se ha erigido como un estudioso del cine de género, del terror, del fantástico y del cine popular europeo, con trabajos que han explorado la memoria del cine Z, del cine de culto, de la explotación a pequeña escala, siempre con respeto por lo que muchos consideran márgenes del cine mayoritario. Su mirada se ha definido por rescatar, reivindicar, reinterpretar esos rincones que el cine oficial a menudo olvida. Por el otro lado, Angel Sala, figura clave del cine fantástico en España, director del festival de Sitges desde hace años, crítico de cine, autor de ensayos, un testigo privilegiado del cine de género, aporta una mirada desde la historiografía, desde la conciencia de que el cine popular también es memoria cultural. Juntos estos dos cineastas abordan el documental con la suma de su experiencia: la mirada de quien ama el cine de barrio, de videoclub, de doble sesión, y la de quien entiende los mecanismos industriales y culturales que lo sostienen. Es significativo que hayan decidido contarnos la historia de L’ultimo squalo (1981) no solo como curiosidad sino como pieza clave de la cadena de deseos que va de Hollywood a los márgenes y de los márgenes al culto.
La interpretación de los personajes en este documental no se refiere a intérpretes de ficción, sino a quienes protagonizaron la historia que se relata y que aquí aparecen como testigos vitales. El gran protagonista es Enzo G. Castellari, director de la película original italiana, cuya voz ocupa un lugar central y auténtico, con sus recuerdos, su humor, su ironía y su firmeza. En las críticas se destaca que su presencia llena gran parte del metraje, que su socarronería y humildad hacen que el relato gane en cercanía. Los otros testimonios —actores, productores, distribuidores, especialistas de la época— enriquecen el tejido documental, pero es ese protagonismo de Castellari lo que convierte la película en un retrato vivo y emocional más que en un simple catálogo de hechos. Al personaje Castellari se le ve como superviviente de una era, entre la rebeldía del cine de explotación y la literal persecución legal de un gigante como Universal Pictures. Esa mezcla de víctima, cómplice y campeón es lo que dota al documental de profundidad humana.
El ritmo de la película es pausado pero cargado de tensión acumulada, como una ola que se acerca lentamente y luego golpea. No se apresura a resolver la historia sino que deja que los hechos respiren, que las anécdotas fluyan, que el archivo hable. El montaje juega con la espera, con el testimonio, incluso con el humor, para que cuando aparece el conflicto —la demanda de Universal, la distribución paralizada— se sienta como algo inevitable pero también sorprendente. En ese sentido el ritmo, más que veloz, es implacable en su sutileza.
La trama del documental se despliega con claridad: existe una película italiana, “L’ultimo squalo”, que en España se estrenó como “Tiburón 3”, haciéndose pasar por continuación oficial de la saga de Tiburón, lo que provocó una reclamación por plagio de Universal y la paralización de su estreno en EE.UU., mientras en otras zonas alcanzaba éxito, culto y mito. Esa situación —producto industrial, juego de mercado, engaño consciente, creatividad limitada, resultado imprevisto— es reconstruida por Matellano y Sala como un microcosmos de la industria cinematográfica europea de los ochenta, donde la frontera entre homenaje, copia y robo era difusa. El documental propone que ese episodio no es anecdótico sino clave para entender cómo funciona la maquinaria del deseo cinematográfico, la distribución, el cine de videoclub, el cine de explotación, la internacionalización del género.
El guion —firmado por ambos directores y Vanesa Bocanegra— organiza ese material con un tono que oscila entre la afición cinéfila, el ensayo histórico y la narración oral. No hay pretensión de cierre académico ni de dictamen severo; más bien una invitación a mirar, a escuchar, a reír y a preguntarse. Se marcan claves como ¿dónde está la línea entre inspiración y plagio?, ¿qué sucede cuando una industria pequeña desafía a la mayor? , ¿qué valor cultural tienen las copias? Y el guion dibuja esas preguntas sin resolverlas completamente, lo que permite que el espectador participe. Las críticas destacaron cómo el documental convierte el póster original de la película italiana —que copia descaradamente el icono de Tiburón de Spielberg— en metáfora visual del tema.
El ritmo de nuevo reaparece en cómo el documental alterna archivo, testimonios, imágenes de rodaje, fragmentos de la industria. Hay momentos de pausa, de reflexión, de humor, de sorpresa, de indignación. Hay un pulso continuo que no permite que la atención decaiga aunque el documental tenga una duración moderada (73 minutos). Es una virtud que logre condensar tanto sin sentirse comprimido.
Las anécdotas del rodaje y distribución son un punto álgido de la película. La historia de cómo los italianos, con poco presupuesto, decidieron emular el éxito de Tiburón, cómo se camuflaron los apellidos en anglosajones, cómo los pósters se diseñaron para engañar al público, cómo la demanda de Universal cambió el destino de la película en EE.UU., todo ello aparece contado con chispa, con detalle, con cercanía. Nos trasladan a una playa italiana, a un set barato, a un sistema de videoclub, a una oficina de derecho internacional. Son historias de decisión, audacia, error, supervivencia.
La fotografía, a cargo de Danie Salas y David Cortázar, se mueve entre lo documental puro y lo evocativo. No pretende ser espectáculo, pero sí belleza contenida. El material de archivo se presenta con textura, los testimonios con luz que no agobia, el entorno del rodaje se observa con cariño. Las imágenes no buscan espectacularidad sino memoria viva. En su sencillez está su fuerza. Entre crítica y público se ha valorado que el documental respetara la estética de lo que cuenta: el cine de explotación con bajo presupuesto, sin filtros estéticos complacientes, sin pretensiones de lujo, sino con veracidad emocional.
El atrezo —esa materia del cine, ese vestuario, esos pósters, esas latas de video de videoclub, esas carátulas amarillas, esos créditos con seudónimos ingleses— aparece como testigo material de una era. El documental centra su mirada también en ese patrimonio casi arqueológico del cine popular: pósters que copiarían iconos, títulos que engañarían al público, formatos que cruzarían fronteras. Esa materialidad del cine (cintas, archivos, carteles, textos de demanda) se presenta como algo vivo y no como objeto de museo. Se aprecia cómo el objeto —un cartel, una carátula, una denuncia judicial— dice algo más que sus datos técnicos: dice un deseo, un engaño, una ambición, una supervivencia.
La música, compuesta por Javier de la Morena, acompaña con discreción. No hay exhibición sonora, no hay manipulación evidente del cariño o de la emoción. La banda sonora se comporta como oleaje bajo superficie, como latido que no vemos pero sentimos. De las reseñas no emergen comentarios que destaquen su estridencia sino su sintonía con el tono global del documental: elegante, sin alardes, implicada pero contenida.
La relación con otras películas del género es directa, rica y reveladora. El documental mira de frente a Tiburón (1975) de Steven Spielberg y a la saga que generó, pero no para repetir la narrativa del original sino para hacer un espejo de su sombra. Muestra cómo una obra mayor genera ecos, imitaciones, parodias y falsificaciones y cómo esas réplicas también construyen cultura popular. También se vincula con la tradición del cine italiano de explotación de los setenta y ochenta, donde directores como Castellari jugaban con géneros populares, con copycat titles, con seudónimos ingleses, con cine low-budget pero alta imaginación. Al mismo tiempo este documental recuerda que la historia del cine no se cuenta solo desde los grandes estudios sino desde los márgenes: videoclubs, salas de barrio, doble pase, impulsos populares, engaños mercantiles, y que ahí también está el cine que amamos.
Conclusión final. Esta película nos dice que el cine, en su esencia, es un acto de deseo y de réplica, es un diálogo complejo entre originalidad y herencia, entre industria y afición, entre ambición y limitación. Nos recuerda que la copia no es simplemente plagio sino gesto de supervivencia, que imitar puede ser estrategia, homenaje, necesidad, y que a veces lo que importa no es la pureza del origen sino el eco que permite que la imagen siga vibrando. Nos enseña que en esa zona liminar donde el tiburón de Spielberg deviene tiburón italiano, donde el cartel es trampantojo y donde el distribuidor apuesta al engaño, ahí se encuentra un terreno fértil para la creatividad, para la contracultura, para la idea de que hacer cine también fue jugar a engañar al gigante, a retarle, a sobrevivir con ingenio. Aquel último tiburón se convierte así en homenaje y catarsis del cine de explotación, y al mirarlo vemos reflejado el corazón del espectador que alguna vez pagó entrada en sala de barrio, vio el póster arrugado y creyó en el monstruito, vio los créditos cambiados, buscó la versión doblada, alquiló la cinta, se rió, se asustó y se enamoró del cine.
Y al terminar la proyección, queda una afirmación: que la memoria del cine popular merece registro, merece dignidad, merece que se mire sin condescendencia. Que aquellas películas que nacieron de la imitación, de la carencia de recursos, del deseo febril de entretener, no son basura sino patrimonio emocional. Esta obra profundiza en ello: nos dice que la batalla entre Hollywood y el tiburón italiano es simbólica de muchas otras batallas invisibles del cine, que los grandes tiburones no muerden más fuerte que las ideas que emergen del ingenio pequeño, y que en esa paradoja está el milagro del cine que amamos.
Al salir de la sala te queda la certeza de que el cine no es solo lo que vemos proyectado, sino lo que arrastran los rodajes, los carteles, las denuncias, los créditos falsos, las cintas de videoclub, los susurros del público que creyó estar viendo “Tiburón 3”. Y entiendes que quizá el verdadero monstruo no era el tiburón, sino la industria que decide qué secuela es oficial y cuál no. Y comprendes que la auténtica cuestión no es ¿quién copió a quién? sino ¿qué pasa cuando un cineasta pequeño decide morder al tiburón grande?.
En eso, esta película es un mordisco certero.
Xabier Garzarain

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