“The Creeps:”nieve, risas y monstruos que te devuelven la infancia.

 La trayectoria cinematográfica de Marko Mäkilaakso es la historia de un director que nunca se resignó a la comodidad. Su carrera es una expedición por el territorio del género, ese terreno donde el cine se atreve a ser lúdico, físico, desbordado. War of the Dead fue su bautismo de fuego: zombies y soldados, sudor y barro, la cámara pegada al cuerpo como si el miedo fuera músculo. It Came from the Desert confirmó su ADN: un pulp vibrante, enamorado del exceso, que mezclaba monstruos y nostalgia ochentera con una ironía luminosa. The Creeps es su madurez. Una película que, sin renunciar al disparate, logra encontrar el equilibrio perfecto entre la risa y el pánico, entre la broma y la épica. Un salto a la nieve finlandesa donde el cine vuelve a ser juego, rito y recuerdo. Un regreso al placer de filmar con las manos, a sentir que la pantalla está viva. Aquí Mäkilaakso ya no homenajea: celebra. Y en esa celebración, convoca a Christopher Lambert, Joe Dante y a toda una generación de espectadores que alguna vez soñaron con escapar de la rutina en una noche de monstruos.


La interpretación de los personajes respira como un grupo de rock en directo. Chris Cavalier encarna a Zach con una mezcla de torpeza, humor y coraje que lo convierte en ese tipo de héroe con el que el público puede identificarse sin esfuerzo. Veronica Jarvis aporta la inteligencia emocional: su personaje no grita, observa, actúa y, en silencio, sostiene el relato. Christopher Lambert aparece como una ráfaga de energía pura: cada plano con él se ilumina con la intensidad del mito. Hay algo de Highlander en su mirada, como si la eternidad del personaje se reflejara en la del actor. Joe Dante, presente en la película como figura tutelar, funciona como una bendición cinematográfica: su sombra es la del maestro que enseñó a mezclar lo grotesco con lo adorable, el miedo con la carcajada. Y en mitad de ese universo desbordado, aparece un cameo que sintetiza todo el espíritu del film: Ismo Leikola, el humorista de stand-up más popular de Finlandia, cuya sola presencia arranca una carcajada antes incluso de pronunciar una palabra. Su humor absurdo, tan finlandés y tan universal, encaja como una válvula de escape en medio del caos. Mäkilaakso lo usa como latido local, como recordatorio de que incluso en el fin del mundo hay espacio para la risa.


El ritmo de The Creeps es el de un descenso sin frenos por una ladera helada. Desde el primer minuto, la película te lanza al interior del Monsterfest: luces estroboscópicas, música, máscaras, cerveza, jóvenes bailando al borde de la catástrofe. Y cuando las criaturas aparecen, el montaje golpea con precisión de metrónomo. No hay descanso, pero tampoco saturación: cada bloque de acción y cada broma están medidos como compases de una sinfonía frenética. Mäkilaakso monta con instinto musical. Sabe cuándo acelerar, cuándo detenerse un segundo para que el público respire, cuándo volver a empujar. Las persecuciones se filman como coreografías de punk y nieve. Las pausas, como silencios antes de la risa. Todo se mueve con la velocidad del miedo y el ritmo de un concierto. El resultado es pura adrenalina emocional.


La trama no busca reinventar el género; busca recordarnos por qué lo amamos. Dos jóvenes estadounidenses viajan a Finlandia para asistir al Monsterfest, un festival donde los fans del terror celebran su devoción con máscaras y linternas. Lo que empieza como una fiesta se convierte en una invasión. Pequeñas criaturas emergen de un portal oculto bajo la nieve y desatan el caos. Lo que sigue es supervivencia, humor y redención. El esquema es simple, pero Mäkilaakso lo convierte en un cuento de iniciación. Zach y sus amigos pasan del juego al miedo, del miedo a la lealtad, y de la lealtad al valor. The Creeps no trata de monstruos: trata de cómo enfrentarse al mundo cuando se desmorona, sin perder la risa, sin perder a los tuyos.


El guion, escrito por el propio director, es una partitura de ritmo y complicidad. Cada línea de diálogo tiene una cadencia propia, como si los personajes hablaran al compás de la música. Las bromas no son concesiones, son latidos. Los personajes aprenden el valor del humor como defensa. Mäkilaakso escribe desde la memoria cinéfila pero también desde la ternura: el guion está lleno de guiños a la cultura pop, pero también de humanidad. Cuando el grupo se encierra en la cocina del hotel, o cuando improvisan armas con utensilios de limpieza, la película no sólo juega con el cliché: lo humaniza. Se ríe del miedo sin restarle respeto. Como si cada chiste fuera una forma de decir “seguimos vivos”.


El segundo acto sostiene la película como una espina dorsal de energía. La acción se multiplica, pero nunca se confunde. Hay persecuciones, trampas, gritos, pero también miradas cómplices, frases que brotan del nervio, gestos de afecto improvisado. La nieve, el vapor y la oscuridad crean un escenario que respira como un cuerpo. El tercer acto sube el pulso: la batalla final es una coreografía de luz roja y blanco cegador. El caos se convierte en danza. El miedo en comedia. La risa en salvación. Y justo ahí, en esa frontera, Mäkilaakso demuestra que el cine puede ser fiesta sin perder alma.


Las anécdotas del rodaje se intuyen en cada plano. El frío era real. La nieve era real. El aliento de los actores, también. El equipo rodó en condiciones extremas, riendo entre tomas, congelando dedos y cámaras, con el director y su hermano Mika trabajando juntos: uno filmando, el otro componiendo música en directo. Christopher Lambert rodó sus escenas en pocos días, pero su magnetismo impregnó todo el rodaje. Joe Dante aportó asesoría creativa, bendiciendo el espíritu del film. E Ismo Leikola improvisó parte de su cameo, con frases que surgieron de la nada y se quedaron para siempre. Es cine hecho con manos y con alma, donde cada error se convierte en hallazgo.


La fotografía de Esa Jussila es una sinfonía de frío y color. Los tonos azules dominan la noche. El rojo de los neones corta la pantalla como una herida eléctrica. La nieve refleja cada destello, cada sombra, cada fogonazo. Los interiores cálidos de madera contrastan con la dureza del exterior, creando un efecto de refugio emocional. La cámara se mueve como un animal curioso: a veces a ras de suelo, acompañando a las criaturas; a veces desde arriba, como una presencia invisible. Hay algo poético en esa luz que se filtra entre los cristales empañados, algo hipnótico en cómo el blanco del paisaje se convierte en lienzo para el horror. Jussila no fotografía la nieve: la convierte en emoción.


El atrezo es pura artesanía del caos. Mäkilaakso entiende que la comedia y el terror se construyen con objetos. Gafas de esquí, taquillas, bandejas metálicas, bastones convertidos en lanzas. Cada elemento tiene un papel narrativo. Una cocina industrial puede ser un campo de batalla. Un carrito de limpieza, un vehículo de huida. La película celebra el ingenio como resistencia: en un mundo donde los monstruos son reales, la creatividad se convierte en supervivencia. Todo respira amor por la cultura pop: posters falsos, neones que parpadean, detalles escondidos que solo el espectador atento descubre.


La música de Mika Mäkilaakso es el corazón que late bajo la nieve. Una mezcla de sintetizadores y guitarras que suena como si John Carpenter y Daft Punk se hubieran cruzado en una estación perdida. Cada nota tiene intención. Los temas de acción son pura energía eléctrica; los momentos de pausa, minimalismo de cristal. Hay algo mágico en cómo la música guía el ritmo sin imponerse. Es más que una banda sonora: es la sangre de la película. Y cuando la percusión se detiene y sólo queda el eco del viento, sentimos que el silencio también tiene sonido.


La relación con otras películas del género es evidente, pero The Creeps no copia, dialoga. Hay ecos de Gremlins, de Critters, de Army of Darkness, de Ghostbusters. Pero hay también un aire nuevo, un humor seco, una melancolía nórdica que lo impregna todo. Mäkilaakso no imita a Joe Dante: lo reinterpreta. Toma la herencia del cine americano de los ochenta y la filtra por el alma finlandesa. Es cine de género, sí, pero también cine de carácter. Una película que se ríe de sí misma sin dejar de creérselo.


Conclusión final. The Creeps no es solo una película: es un estado de ánimo. Una celebración de la amistad, del valor y del humor como formas de supervivencia. Mäkilaakso nos recuerda que el miedo no se vence gritando, sino riendo juntos. Que la valentía no consiste en no temer, sino en seguir avanzando con el corazón acelerado y los amigos al lado. Que el heroísmo no está en matar monstruos, sino en no rendirse ante ellos. Ismo Leikola aparece como símbolo de todo eso: el humorista más popular de Finlandia convertido en cómplice del apocalipsis, recordándonos que incluso en el caos cabe una carcajada. The Creeps es una oda al poder de la risa compartida, al calor de la tribu, a la magia de un miedo que se disuelve cuando alguien te agarra la mano. Mäkilaakso filma como quien lanza una botella al mar para decirnos que aún hay espacio para la emoción, que el cine sigue siendo una hoguera encendida en mitad del frío. Al salir del cine, la nieve brilla como una promesa. Hemos sobrevivido. Hemos reído. Y durante un instante, en esa sala, hemos sentido que el mundo, pese a todo, sigue siendo nuestro.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.