“Silencio”: la belleza que nace cuando el miedo deja de hablar.

La trayectoria cinematográfica de Eduardo Casanova arranca en televisión en 2005, cuando se da a conocer como actor en Aída. Muy pronto comprende que su verdadera voz no está frente a la cámara, sino detrás de ella. Entre 2011 y 2016 dirige varios cortometrajes (AnsiedadFumando esperoAmor de madre), pequeñas piezas donde ya se intuye su obsesión por los cuerpos heridos, la belleza deformada y la necesidad de pertenecer. En 2017 debuta con Pieles, presentada en la Berlinale, una fábula sobre la marginación y la identidad que convierte lo grotesco en poesía. Con La piedad (2022) da un paso más allá y transforma la relación madre-hijo en un retrato del poder, la dependencia y el amor como prisión. Su estilo evoluciona del artificio saturado a la emoción desnuda. En Silencio (2025) ese cambio se consuma. Casanova renuncia al exceso visual y elige el temblor. La cámara deja de gritar para escuchar. Lo que antes era color ahora es respiración. Lo que antes era impacto ahora es plegaria. Ha pasado de filmar la diferencia como espectáculo a convertirla en espejo. Su madurez no está en contener el gesto, sino en dejarlo vivir sin miedo.


Las interpretaciones son el corazón visible de la serie. Lucía Díez encarna una protagonista que se mueve entre la culpa y la ternura, como si cada paso abriera una herida antigua. María León aporta humanidad quebrada y una calidez que ilumina incluso la oscuridad más densa. Ana Polvorosa maneja la ironía como refugio, Leticia Dolera encarna el peso de la culpa y Omar Ayuso el deseo que amenaza la norma. Todo el reparto trabaja hacia dentro. No hay aspavientos ni discursos. Solo miradas, respiraciones, pausas. Casanova dirige con oído de músico. No busca la nota alta, sino la vibración exacta. Su cámara no se impone, acompaña. Los actores parecen moverse dentro de una misma respiración, en un tempo que solo ellos y el director conocen. Cada silencio entre ellos es más elocuente que una página de diálogo. Las emociones no se declaran: se insinúan, se filtran, se sienten como una corriente subterránea. Es un trabajo coral donde todos los intérpretes funcionan como ecos de un mismo latido, donde nadie eclipsa a nadie porque el peso está en lo invisible, en lo que no se dice.


El ritmo de la serie tiene la cadencia de una plegaria que se desangra lentamente. Tres episodios de veinte minutos que se despliegan como tres movimientos de una misma sinfonía: invocación, enfrentamiento y liberación. El montaje no acelera ni se recrea; simplemente deja que el tiempo haga su trabajo. Cada plano dura lo necesario para que la emoción nazca, se agite y respire. La tensión no surge del sobresalto, sino del silencio. Casanova demuestra que el miedo puede ser hermoso si se filma con ternura. La serie se desliza como una marea lenta, hipnótica, que no golpea sino que arrastra. Lo que al principio parece pausa termina siendo vértigo.


La trama une dos tiempos, dos lenguas, dos heridas. En la Edad Media, unas hermanas vampiras buscan sobrevivir a la peste y a la escasez de sangre limpia. En el presente, una descendiente enfrenta otra plaga: la del prejuicio, la del miedo, la del silencio. Las dos historias se reflejan una en la otra hasta confundirse. Lo que separan los siglos lo une la culpa. Casanova convierte el mito vampírico en una parábola sobre el juicio social, sobre cómo el miedo a lo distinto repite su forma una y otra vez bajo nombres nuevos. Lo que antes era brujería hoy es diagnóstico. Lo que antes era superstición hoy es moral. La verdadera maldición no es la inmortalidad, sino la mirada que no perdona.


El guion se construye como una partitura donde cada palabra tiene un peso exacto. No hay diálogos de más. Todo lo que se dice es porque no puede callarse. La estructura en espejo entre pasado y presente refuerza la idea de repetición infinita, de ciclos que regresan hasta desgastar el alma. Las metáforas aparecen sin aspaviento: la sangre como memoria, el espejo como castigo, el agua como deseo y purificación imposible. Casanova escribe con precisión quirúrgica y dirige con la serenidad de quien ya no necesita demostrar nada. Su guion no busca la comprensión racional, sino la emoción física. Lo que interesa no es el significado, sino la resonancia.


La fotografía de Marino Pardo convierte la luz en narradora. En el pasado predomina el frío, la penumbra que pesa como un manto de plomo; en el presente, el blanco estéril de los hospitales, de los laboratorios, de los miedos modernos. El contraste es brutal y hermoso. Los reflejos se repiten como espectros de lo que fue. La cámara avanza con una lentitud reverencial, como si cada plano fuera un acto de fe. Hay composiciones que rozan la pintura religiosa, encuadres donde la sombra se convierte en plegaria. Cada movimiento parece contener un secreto. No hay artificio: solo respiración.


El atrezo y el vestuario funcionan como memoria material. Los objetos no son utilería: son testigos. Cada pieza tiene cicatrices. En el pasado dominan las texturas rugosas, los colores de tierra y ceniza; en el presente, la asepsia del metal, el plástico, el brillo de lo artificial. La casa medieval se refleja en los apartamentos modernos, los mismos muros, la misma soledad. Un cuenco, una cámara de vigilancia, una lámpara: todos repiten la misma historia bajo otra forma. Lo que cambia no es el miedo, sino su envoltorio. El vestuario acentúa esa continuidad: la tela gastada se convierte en tejido sintético, el lino en vinilo, la sangre en memoria.


La música de Joan Vilà flota entre las grietas de la imagen. No se oye tanto como se siente. Cuerdas graves, pulsos eléctricos, respiraciones distorsionadas. A veces desaparece por completo y el silencio toma el control, como si la casa misma tuviera su propio latido. En los momentos de mayor tensión la música no explota, se retrae. Su ausencia se vuelve inquietante. Vilà compone un sonido de fondo que no se puede recordar, pero que permanece en el cuerpo mucho después de haber terminado.


Durante el rodaje se respiró la misma contención que se ve en pantalla. Casanova, obsesionado con la precisión, limitó los movimientos de cámara y pidió a los actores que trabajaran casi sin palabras. Se dice que muchas escenas se rodaron con el equipo en completo silencio, para que el sonido del aire y los pasos fueran reales. Lucía Díez pasaba largos minutos aislada antes de grabar, en una especie de trance. La secuencia del espejo, una de las más perturbadoras, se rodó sin repeticiones: un solo intento, una respiración contenida y una toma que quedó definitiva. Todo estaba medido, pero nada parecía impostado. El director buscaba que la emoción ocurriera, no que se actuara.


Las influencias dialogan con la historia del género. Only Lovers Left Alive (Jim Jarmusch, 2013) por la melancolía del vampiro cansado. Crimson Peak (Guillermo del Toro, 2015) por la belleza decadente del gótico. Thirst (Park Chan-wook, 2009) por la culpa del deseo que no se apaga. Pero Silencio va más allá. No homenajea. Reescribe. Donde el vampirismo era un juego estético aquí es un espejo moral. Donde el terror servía para asustar aquí sirve para reconocer. No hay nostalgia ni cita. Hay reinvención.


Lo que Casanova quiere transmitir es una idea devastadora y luminosa al mismo tiempo. Que el silencio es la forma más sofisticada del miedo. Que lo que no se dice se convierte en sombra. Que los monstruos no son quienes muerden sino quienes juzgan. Silencio no es una historia de terror. Es una historia de redención. Una fábula sobre lo que ocurre cuando por fin te atreves a mirarte sin miedo. Cuando el plano final llega, no hay grito ni clímax. Hay quietud. Una sensación de alivio y de vértigo. Como si alguien hubiera abierto por fin una ventana en una casa que llevaba siglos cerrada. Lo que queda no es horror, sino ternura. Lo que queda es la certeza de que amar y ser amado sin esconderse es el acto más valiente que existe. Y cuando termina, el espectador no sale indemne. Sale distinto. Porque después de Silencio uno no vuelve a mirar el miedo igual.


Xabier Garzarain 

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