“Dog of God”: el cataclismo sagrado donde todo se revela.

La trayectoria cinematográfica de Lauris y Raitis Abele es una de las más singulares y misteriosas de la Europa contemporánea. Nacidos en Letonia, formados en campos que parecen alejados del cine como la medicina y la filosofía, los hermanos Abele se adentraron en el arte fílmico con la misma precisión con la que un cirujano abre un cuerpo y un poeta abre una herida. Su cine no busca distraer ni ilustrar, sino revelar. Antes de que existiera Dog of God, ya habían explorado la identidad báltica y el alma humana en proyectos como Baltic Tribes, donde mezclaban documental, arqueología y rito, o Kriminālās ekselences fonds, una comedia negra que demostraba que su humor era tan corrosivo como su fe. Desde el principio su cine se ha movido entre lo sagrado y lo carnal, entre la violencia de la historia y la compasión de los mitos. Dog of God representa la culminación de esa búsqueda, su película más extrema, más arriesgada y más espiritual.



La historia comienza en un pueblo de Livonia en el siglo diecisiete. Llueve sin descanso. Los hombres beben, las mujeres rezan y la superstición crece como moho en las paredes. Una reliquia robada enciende la paranoia y el pueblo entero se hunde en la caza de brujas. Entre ellos aparece un anciano que se hace llamar el Perro de Dios, un hombre lobo que lleva en la mirada el peso de los siglos. Trae consigo las Bolas del Diablo, un objeto que nadie comprende y que parece contener tanto la promesa de la redención como el anuncio del fin. A partir de ahí la película deja de ser historia para convertirse en experiencia. Lo que sigue no es una narración sino una revelación donde cada gesto y cada palabra abren una pregunta sobre la fe, la culpa y el poder.


El ritmo de la película es denso y orgánico. Se mueve como la respiración de un cuerpo enfermo que intenta recordar cómo se respira. Las pausas pesan, las imágenes se alargan hasta lo insoportable, los silencios se convierten en plegarias. No hay prisas ni concesiones. Dog of God exige que el espectador abandone el tiempo cotidiano y entre en otro más antiguo y más verdadero, el tiempo del miedo y de la duda. Esa lentitud no es defecto, es ceremonia. Cada plano se siente como un paso dentro de un ritual donde el horror y la fe se confunden.


El guion firmado por Lauris y Raitis Abele junto a Ivo Briedis y Harijs Grundmanis es una escritura de fuego y barro. No construye personajes psicológicos, sino símbolos vivos. Las palabras son pocas y pesadas. Las miradas dicen más que las frases. Cada línea de diálogo resuena como una oración incompleta. No hay moraleja, no hay explicación. Solo un espejo donde el espectador se ve mezclado con la suciedad del mundo que observa. Esa ambigüedad es su fuerza.


Las interpretaciones de los actores que prestan su voz y movimiento a las figuras animadas son de una gravedad casi litúrgica. Armands Bergis y Kristians Karelins transforman sus gestos en materia espiritual. Sus cuerpos no parecen moverse, parecen recordar. El Perro de Dios no actúa, existe. Sus palabras suenan como si vinieran de un lugar donde la razón ya se ha agotado. Esa intensidad sostenida sin artificio es lo que mantiene la película viva, como un fuego lento que no se apaga.


Las anécdotas del rodaje son casi tan fascinantes como la obra misma. Los hermanos Abele pasaron cuatro años construyendo la película entre Letonia y Estados Unidos. Filmaban a los actores en escenarios naturales, bajo lluvia real, para después rotoscopiar cada gesto con una precisión obsesiva. Se dice que las grabaciones de sonido se realizaron en templos abandonados para aprovechar la resonancia de las piedras. Ningún detalle se dejó al azar. Cada gota, cada respiración, cada sombra fue dibujada a mano para conservar la textura del mundo antiguo que retratan. Ese nivel de entrega convierte Dog of God en una obra artesanal y casi monástica.


La fotografía de Marcis Abele es pura alquimia visual. No ilumina, revela. Cada plano está envuelto en una penumbra densa donde la luz no aclara, sino que confiesa. Los cuerpos parecen tallados en barro y las sombras tienen peso físico. Hay momentos en que la imagen se disuelve en abstracción y el espectador ya no distingue si está viendo una película o soñando. Esa ambigüedad visual es el corazón del film, un estado intermedio entre la visión y la memoria.


El atrezo no decora, predica. Los objetos son reliquias del alma. Botellas vacías, cruces oxidadas, velas torcidas, pan endurecido, amuletos hechos con huesos. Todo parece contener una oración vieja. Cada elemento está dibujado con una devoción casi religiosa. No hay lujo, solo materia. No hay belleza complaciente, solo verdad.


La música compuesta por Lauris Abele es una respiración que se mezcla con el silencio. No acompaña, convoca. Hay tambores que suenan como pasos de un dios dormido, coros que parecen surgir del interior de la tierra, cuerdas que se rompen para que el aire pueda llorar. En algunos momentos la música se detiene y deja que el rumor del viento o la respiración de los personajes llenen el espacio. Esa oscilación entre el sonido y el vacío crea una tensión casi física.


Dog of God dialoga con la tradición del cine espiritual y del terror metafísico. Tiene la densidad mística de Tarkovski, la crudeza ritual de Dreyer, la textura sensorial de Robert Eggers y la violencia sagrada de Ari Aster. Pero no es una suma de influencias, es una voz nueva. Los Abele no copian, invocan. Han tomado el legado del cine europeo y lo han devuelto al barro de sus orígenes. Dog of God pertenece a ese linaje de películas que no necesitan géneros, porque ellas mismas fundan uno nuevo.


Desde su estreno en el Tribeca Film Festival la película fue recibida como un fenómeno. En Fantasia, en Montreal, se habló de ella como de una obra que redefine lo que puede ser la animación para adultos. En Europa fue vista como la resurrección de una forma de cine que no teme al silencio ni a la oscuridad. Su elección como candidata de Letonia al Oscar y su presencia en la shortlist de los European Film Awards confirmaron que el mundo estaba preparado para mirar de frente este tipo de fe. La Semana de Terror de Donostia la abrazó como lo que es, una herejía sagrada, un exorcismo en forma de imagen.


Y llega la conclusión que no es un cierre sino una apertura. Dog of God no es una película sobre el mal ni sobre la religión, es una meditación sobre la responsabilidad de creer. Nos recuerda que el miedo y la fe son hermanos gemelos, que el horror puede ser una vía de conocimiento, que lo monstruoso puede ser humano y lo humano divino. En su oscuridad no hay desesperanza, hay compasión. Los hermanos Abele no juzgan a sus personajes, los acompañan. Miran al pecado como quien mira a un niño perdido. Todo en esta película respira perdón.


Cuando termina, el espectador no sabe si ha visto una historia o ha atravesado un rito. La lluvia sigue cayendo, pero ahora parece lavar. El Perro de Dios no es un monstruo, es un guía. Viene a decirnos que no hay salvación fuera del reconocimiento de nuestra sombra. Que el infierno no es un lugar, es una pregunta. Que la redención no llega desde el cielo sino desde la tierra mojada bajo nuestros pies.


Dog of God es una película que no se olvida porque no se puede cerrar. Se queda dentro como un eco, como una semilla. Es cine que purifica a través del miedo, que transforma la oscuridad en conciencia y la culpa en luz. Los hermanos Abele han logrado lo que muy pocos: convertir el horror en plegaria, la animación en teología y la duda en belleza.


Xabier Garzarain 

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