“ Siempre es invierno”: Cuando el frío ya no es clima sino destino.

La trayectoria cinematográfica del director David Trueba es un viaje interior que ha crecido con los años como una corriente subterránea que se vuelve cada vez más profunda más serena y más rigurosa. Desde La buena vida (1996) mostró una sensibilidad distinta. Allí retrató la juventud sin adornos sin espejismos sin grandilocuencia. La miró desde la vulnerabilidad desde la confusión desde ese lugar donde uno empieza a intuir quién es pero aún no sabe cómo sostenerlo. Más tarde Soldados de Salamina (2003) reveló su preocupación por la memoria herida y por la manera en que el pasado nos roza incluso cuando creemos haberlo olvidado. Era un cine humanista sin retórica. Después con Madrid 1987 (2011) llevó esa mirada a un territorio de riesgo absoluto. Dos personajes un espacio mínimo la palabra como arma el deseo como tensión y la intimidad como espejo incómodo donde nadie puede esconderse. Con Vivir es facil con los ojos cerrados (2013) abrió una grieta luminosa en su filmografía. Allí la bondad se volvió fuerza. La esperanza se volvió resistencia. Y la ternura se reveló como un acto político. Años después Saben aquell (2023) demostró que podía tocar el corazón de una figura célebre sin disfrazarla. Mostró la herida detrás del humor la duda detrás del chiste la humanidad detrás del icono. Todas estas obras forman la constelación que desemboca en Siempre es invierno (2025). Un Trueba más maduro más introspectivo más consciente del paso de los años. Aquí adapta su propia novela para desmontarla desde dentro. Se contradice se reescribe se interroga. Y en ese proceso encuentra una verdad nueva y más honda. Filma desde un lugar donde la vida ya se ha abierto y también roto. Y donde entender esas roturas es quizá la única forma de seguir avanzando.



La interpretación de los personajes se sostiene en la entrega absoluta de David Verdaguer e Isabelle Renauld. Verdaguer encarna a Miguel con una vulnerabilidad sin defensas. Un hombre que llega a Lieja creyendo tener un orden una pareja un horizonte y que de pronto queda desnudo ante un vacío que ni siquiera sabe nombrar. Verdaguer abraza la torpeza el desconcierto la autocrítica y el derrumbe y en esa caída revela algo esencial. La fragilidad no nos rebaja. Nos muestra. La soledad nos obliga a mirarnos de frente y Miguel lo hace tarde mal y sin convicción pero lo hace. Esa honestidad lo vuelve humano. Cercano. Verdadero. Isabelle Renauld por su parte ilumina la película desde la serenidad de quien ha vivido más inviernos de los que ha contado. Su Olga no es un refugio ni una salvadora. Es una mujer real con historia cuerpo memoria cansancio ironía y una calidez escondida que aparece sin anunciarse. Renauld sostiene la cámara con una presencia que no pide permiso. Su manera de mirar de caminar de escuchar vuelve cada escena un territorio donde la vida respira sin retórica. Cuando Miguel y Olga comparten plano el tiempo se afloja y la película encuentra su centro. No en el romance sino en la complicidad inesperada entre dos almas que se reconocen sin necesidad de explicarse.


El ritmo de la película es una respiración lenta y profunda. Trueba avanza como quien camina sobre nieve reciente. Con cuidado con pausa con una delicadeza que invita a escuchar los silencios. No busca la velocidad. Tampoco la quietud decorativa. Encontró un punto intermedio donde cada escena parece llegar en el momento exacto en que el alma del personaje la necesita. El frío de Lieja se vuelve un metrónomo. El cuerpo que respira en la noche el paso que se hunde en la acera el vaso apoyado en la mesa después de una frase a medias. Todo se mueve con un pulso orgánico que no pretende dirigir al espectador sino acompañarlo. En la mezcla de castellano e inglés aparece también ese titubeo emocional. Nadie está donde debería. Nadie habla del todo su idioma. Nadie avanza con certeza. Y ese desajuste vuelve el ritmo más verdadero más humano y más hermoso.


La trama se presenta como la historia sencilla de un hombre que sufre una ruptura en un viaje de trabajo y decide quedarse unos días más para recomponerse. Pero Trueba desmiente esa sencillez desde dentro. La ruptura nace de un mensaje equivocado enviado a otro hombre y ese error mínimo condensa la fragilidad de las relaciones modernas. Un gesto diminuto basta para derribar un edificio de años. Miguel se queda en Lieja no por valentía ni por deseo de autoconocimiento sino porque está paralizado. No sabe a dónde volver porque siente que ya no tiene un lugar al que regresar. Ese extravío es el motor secreto de la película. Lo que parece un argumento pequeño es en realidad un viaje emocional donde el personaje es obligado a despojarse de sus certezas de sus quejas de sus excusas.


El guion bebe de Blitz escrita por David Trueba y publicada en 2015. Este hecho es crucial para comprender el alma de Siempre es invierno. Trueba pasó muchos años negándose a adaptar esa novela porque la consideraba un territorio cerrado porque sentía que llevarla al cine sin distancia sería una repetición y no una transformación. Pero el tiempo hizo su trabajo. La historia regresó. La edad trajo nuevas preguntas. Munich dejó de ser el escenario adecuado y la emoción pedía un clima diferente. Blitz hablaba de un derrumbe sentimental visto desde la juventud. Siempre es invierno lo reescribe desde la madurez. Desde un hombre que ya ha vivido demasiado como para confiar en los comienzos fáciles. Trueba cambia la ciudad la atmósfera los ritmos pero conserva el núcleo. La caída absurda la aparición de una mujer mayor que descoloca y al mismo tiempo ordena el caos el viaje emocional de alguien que descubre que no sabe quién es fuera de la pareja que acaba de perder. Adaptar Blitz fue para Trueba discutir con su propio pasado. Corregirse. Contradecirse. Escucharse. Y de esa tensión nace la gravedad serena del guion.


Trueba convierte monólogos en diálogos y diálogos en silencios. Hace que las reflexiones internas del libro se vuelvan gestos miradas respiraciones. Reescribe su propia voz y en esa reescritura encuentra la clave de la película. El paso del tiempo en los cuerpos. La erosión de las rutinas. La delicada frontera entre lo que se pierde y lo que aún se puede salvar. Miguel piensa que la vida se le ha roto por culpa de un tercero. Olga sabe que las vidas nunca se rompen por un tercero. Se rompen por los silencios acumulados por los miedos no nombrados por el cansancio que uno aprende a no mirar. El guion deja que ambas verdades convivan sin imponerse. Esa convivencia es la esencia de la película.


Las anécdotas del rodaje hablan de un equipo pequeño de un frío real de una luz que se iba antes de que el plano estuviera preparado de actores que repetían escenas en dos idiomas para capturar matices distintos. Verdaguer hablaba de la dificultad de interpretar la antipatia sin perder humanidad. Renauld hablaba de la importancia del silencio en un rodaje donde nadie tenía prisa. Y Trueba confesaba que el mayor desafío fue discutirse a sí mismo. Pelear con su novela. Cuestionar al hombre que la escribió y no entender ya todas sus decisiones. Ese conflicto interno se nota en la película. La vuelve más adulta. Más desnuda. Más honesta.


La fotografía de Agnes Piqué Corbera convierte Lieja en un estado del alma. Una ciudad de piedra húmeda donde el invierno parece suspenderse en el aire. Los tonos fríos dominan el inicio. Grises que pesan. Azules que duelen. Sombras que acompañan. Y poco a poco conforme Miguel se abre a Olga aparecen pequeños destellos de color. Una bufanda. Un charco iluminado. Una ventana cálida. Esas islas de luz no borran el invierno. Lo hacen habitable. Cuando la historia se desplaza a España el sol no cura la herida. La revelan. Y eso es aún más hermoso. Trueba no cae en el contraste fácil. No contrapone norte y sur. Filma un único invierno emocional que sigue a los personajes allá donde van.


El atrezo está lleno de detalles que cuentan lo que los personajes no dicen. Las maquetas del congreso hablan de la distancia entre la vida imaginada y la vida vivida. La habitación de hotel es un cementerio de costumbres compartidas. Dos maletas que ya no conviven. Un cepillo de dientes que sobra. Una cama que se vuelve demasiado grande. El piso de Olga contiene una historia entera sin necesidad de explicarla. Libros gastados. Fotografías no comentadas. Tazas desparejadas. Objetos que han sobrevivido a muchos inviernos. Todo habla sin palabras. Todo respira memoria.


La música de Maika Makovski acompaña como un rumor íntimo. No empuja. No subraya. Envuelve. Es el sonido del pensamiento cuando deja de gritar. Es la piel del silencio. Las canciones de Brassens y Battiato funcionan como ecos invisibles que comentan la historia desde una distancia llena de sabiduría. No son citas cultas. Son almas que dialogan con los personajes. La música acompaña los paseos las dudas las noches donde nadie sabe si avanzar o quedarse quieto. Es un latido que sostiene lo que el frío parece empeñado en romper.


La relación con otras películas del género aparece sin imponerse. Hay un eco de Manhattan (1979) en la forma en que los paseos nevados acompañan el desconcierto emocional. Hay una huella de Before Sunset (2004) en la manera en que dos vidas se rozan desde la palabra y el silencio. Pero Trueba introduce algo que pocas veces se ha filmado con tanta honestidad. El deseo invertido. La historia de un hombre más joven y una mujer mayor sin morbo sin paternalismo sin culpa. Ese gesto coloca la película en una tradición nueva. Una tradición que reconoce el deseo femenino adulto como un territorio lleno de belleza fuerza y verdad.


La conclusión final es el corazón de la película. Siempre es invierno no es solo la historia de una ruptura ni la crónica de un encuentro inesperado. Es una meditación sobre el tiempo en una época que nos obliga a correr incluso cuando estamos rotos. Vivimos más años pero sentimos que vivimos menos. Acumulamos experiencias pero no sabemos habitarlas. Llenamos la vida de ruido para no escuchar el temblor interior. Y Trueba coloca una pregunta silenciosa en el centro de todo. Qué hacemos con nuestros inviernos. Los negamos. Los tememos. Los escondemos. O los atravesamos.


Miguel aprende que no puede seguir huyendo. Que no puede esperar que otra persona lo salve. Que la soledad no es un castigo sino un camino. Olga aprende que aún puede abrir la puerta a un otro sin perderse a sí misma. Que el deseo no entiende de normas. Que la vida aún puede sorprender incluso cuando se ha vivido mucho. La película dice algo esencial. El invierno no es un enemigo. Es un clima del alma. Y cada uno debe encontrar la forma de caminar dentro de él.


Al final Siempre es invierno deja una huella ambigua y profundamente humana. No hay finales rotundos ni milagros ni certezas. Hay dos personas que han aprendido a mirarse mejor. A escucharse mejor. A entender que lo importante no es garantizar un futuro sino iluminar un presente. Y el mensaje último de David Trueba es claro y devastador y luminoso. No podemos controlar el tiempo. No podemos controlar el deseo ajeno. No podemos controlar lo que se rompe. Pero sí podemos elegir qué hacemos con lo que queda. Cómo caminamos. A quién escuchamos. Qué luz dejamos entrar por nuestras grietas. Y esa elección humilde y valiente es quizá la verdadera forma de resistencia. Incluso en el invierno más frío existe un resplandor mínimo que basta para seguir adelante si nos atrevemos a mirarlo sin miedo.


Xabier Garzarain 

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