“Running Man”:la herida luminosa del espectáculo que quiere devorarlo todo.

La trayectoria cinematográfica del director Edgar Wright es el mapa de un creador que ha sabido convertir el movimiento en lenguaje y el pulso visual en una forma de pensamiento. Desde Shaun of the Dead (2004)donde ya demostraba que la comedia podía abrazar el terror sin perder alma pasando por Hot Fuzz (2007)que lo consagró como un maestro de la acción coreografiada y Scott Pilgrim vs the World (2010) donde convirtió la pantalla en un torbellino gráfico de creatividad pura hasta The World’s End(2013)que cerraba con elegancia su trilogía de la Cornetto con Baby Driver (2017) que incorporó la música como columna vertebral de la puesta en escena y con Last Night in Soho (2021) que mostró su faceta más espectral nostálgica y emocional Wright se ha consolidado como uno de los cineastas más singulares de su generación. Cada película ha sido un capítulo de crecimiento un acto de fe en el poder de la forma y en la belleza del artificio. Por eso The Running Man (2025) no es una simple adaptación ni una relectura moderna de Stephen King es una evolución natural del talento de un director que entiende que el cine también es velocidad respiración y latido interno.



El ritmo de la película es un cuerpo en carrera continua una pulsación sostenida que no concede descanso porque el mundo que retrata tampoco lo concede. Wright no filma persecuciones filma supervivencia y en ese vértigo encuentra poesía. Cada paso que da Ben Richards parece grabado sobre asfalto ardiente cada giro cada salto cada huida tiene la urgencia de quien corre contra el sistema más que contra los cazadores. El ritmo se vuelve un estado mental una conciencia afilada que no permite mirar atrás porque mirar atrás es aceptar la derrota.


La trama despliega ante nosotros una distopía feroz donde el entretenimiento ha devorado a la ética y donde una sociedad anestesiada transforma la violencia en espectáculo cotidiano. The Running Man habla de un programa televisivo que promete recompensa a cambio de la vida de su concursante pero Wright convierte esta idea en una reflexión sobre el precio de la dignidad humana. Ben Richards entra al juego para salvar a su hija enferma pero lo que comienza como sacrificio se convierte en una rebelión silenciosa que desafía a un país entero. La trama se expande desde lo íntimo hacia lo político desde el dolor personal hacia la crítica social desde la carrera física hacia la caída moral de una sociedad que ha confundido la libertad con la espectacularización del sufrimiento.


El guion de Michael Bacall y del propio Wright recupera el espíritu crudo del texto de Stephen King y lo reinterpreta a la luz del presente. Cada secuencia es una pieza de un engranaje implacable donde el control mediático se mezcla con la paranoia colectiva y donde la verdad ya no importa siempre que la audiencia se mantenga alta. Wright no se limita a narrar una huida diseña un mapa emocional que acompaña al protagonista mientras el mundo alrededor pierde su capacidad de sentir. El guion es político sin panfleto es emocional sin sentimentalismo es crítico sin despreciar la humanidad de quienes se dejan arrastrar por el espectáculo.


La interpretación de los personajes es el pilar donde se sostiene la película. Glen Powell compone un Ben Richards desgastado pero resistente una figura que mezcla vulnerabilidad y coraje un hombre que no busca convertirse en héroe sino en padre que no quiere correr para ganar sino para que su hija siga viva. Powell encuentra en este papel la verdad física del miedo y la verdad moral de la dignidad. Josh Brolin encarna a Dan Killian con una presencia que intimida incluso en silencio y demuestra la frialdad de un productor televisivo que ha aprendido a convertir la crueldad en formato de éxito. Colman Domingo ilumina la pantalla con un carisma oscuro que revela hasta qué punto el espectáculo puede seducir incluso mientras destruye. Lee Pace aporta una amenaza elegante contenida casi inhumana un cazador que parece más idea que persona. Michael Cera y Emilia Jones completan un mosaico humano donde ya no queda inocencia porque cada uno forma parte de una maquinaria que se alimenta del miedo ajeno.


La música de Steven Price es un torrente eléctrico que recorre toda la película como una corriente alterna donde cada sonido tiene filo y cada silencio respira temor. No acompaña empuja. No adorna hiere. Price diseña un paisaje sonoro donde la electrónica late con precisión casi quirúrgica y donde las cuerdas tensas parecen estallar en cada esquina. Es una banda sonora que recuerda que la distopía no solo se ve se oye se siente se internaliza.


La fotografía de Chung Chung hoon transforma la ciudad en un monstruo silencioso que observa. La cámara se desliza por calles húmedas por rascacielos que laten como órganos por túneles donde la luz se vuelve cuchillo. La paleta cromática oscila entre el rojo del peligro el azul del aislamiento y el verde tóxico del control mediático. Cuando Richards corre la cámara corre con él cuando cae la cámara cae también cuando respira la cámara escucha. Es una fotografía que abraza el caos pero lo ordena y que convierte cada plano en una pieza de tensión emocional.


El atrezo y el diseño de producción construyen un universo donde no se necesita explicación porque todo está dicho en la forma en que se habita el espacio. Los trajes de los cazadores están diseñados como criaturas de un circo cruel las pantallas gigantes muestran el hambre de una multitud que ya no reconoce su propia sed las calles parecen heridas abiertas y los estudios de televisión son templos donde la violencia ha reemplazado al rito religioso. Cada objeto respira sistema cada entorno respira vigilancia cada elección estética refuerza la idea de un mundo donde la humanidad ha sido relegada al margen del espectáculo.


La comparación con la versión de 1987 protagonizada por Arnold Schwarzenegger es reveladora porque ambas adaptaciones parten del mismo material pero buscan fines radicalmente distintos. La película de los ochenta era hija de su tiempo musculosa excesiva profundamente satírica convertía a Richards en un héroe invencible y transformaba la distopía en entretenimiento puro. Era una fiesta de luces colores y one liners donde la violencia se convertía en espectáculo justamente para denunciar el espectáculo. La versión de Wright en cambio decide mirar la distopía desde dentro y no desde arriba. Su Richards no es un guerrero es un hombre agotado su mundo no es caricatura es una extensión del presente su espectáculo no es parodia es una advertencia. Donde la versión de Schwarzenegger celebraba el exceso Wright celebra la resistencia donde aquella era ruido esta es respiración donde aquella era furia esta es herida.


Las anécdotas del rodaje hablan de un equipo empujado al límite por la ambición del proyecto. Glen Powell rodó la mayoría de escenas de persecución sin dobles para que la cámara pudiera abrazar su cansancio real. Wright pidió que los escenarios digitales se mezclaran con estructuras físicas gigantescas para que la distopía tuviera peso no solo impacto visual. El equipo rodó de noche durante semanas enteras para capturar la humedad el reflejo de las luces y la soledad de la ciudad.


La relación con otras películas del género sitúa The Running Man en una tradición que va desde Network hasta Battle Royale desde Rollerball hasta The Hunger Games desde Brazil hasta Black Mirror. Pero Wright introduce un matiz que la distingue la verdadera amenaza no es el sistema sino la audiencia que sigue alimentándolo la fascinación colectiva por la caída del otro la comodidad de mirar sin intervenir. Esta Running Man es una conversación con la historia del cine distópico pero también con nosotros como espectadores.


La conclusión final abre un espacio donde la película deja de ser un espectáculo distópico y se convierte en un ejercicio de humanidad. Wright parece preguntarnos qué queda del ser humano cuando el mundo ha decidido convertirlo en mercancía qué queda del amor cuando el sistema solo entiende de números qué queda de la dignidad cuando la vida se mide en audiencia. Y aun así en medio de ese ruido aparece la esperanza. La película afirma que la humanidad es más resistente de lo que creemos que el amor es más fuerte que cualquier algoritmo que el instinto de proteger a quienes amamos puede desafiar cualquier estructura de poder. Cuando Ben Richards se levanta una vez más después de caer no está corriendo solo para sobrevivir está corriendo para recordarnos que incluso cuando el mundo quiere reducirnos a cifras somos más que eso. Somos vulnerabilidad somos coraje somos la respiración que se niega a apagarse. The Running Man de Edgar Wright es una película que corre hacia el abismo pero en esa carrera ilumina un sendero donde lo humano todavía respira y donde la libertad aunque herida sigue avanzando porque toda resistencia comienza en un solo gesto el de levantarse y seguir.


Xabier Garzarain 

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