“VHS Halloween:”una lámpara encendida en mitad de la noche.
La trayectoria de los directores reunidos en V/H/S/Halloween es el punto de partida de una película que asume el riesgo de las antologías con una madurez nueva. Cada uno aporta su mundo. Paco Plaza regresa al found footage que definió su carrera con REC junto al director de fotografía Pablo Rosso, pero ahora lo lleva a un terreno de rito pagano y oscuridad vasca donde la superstición se confunde con la culpa. Alex Ross Perry, acompañado de su colaborador habitual Sean Price Williams, traslada su mirada obsesiva del drama independiente al terror moral con Kidprint, un relato sobre la corrupción invisible que habita en el acto de mirar. Casper Kelly, el provocador que ya desquició a medio internet con Too Many Cooks, encuentra aquí un terreno perfecto para su humor negrísimo en Fun Size, donde el absurdo televisivo se convierte en pesadilla. Anna Zlokovic abre el conjunto con una historia corporal, física, casi quirúrgica, y Micheline Pitt y R. H. Norman, desde Home Haunt, homenajean el terror de barrio, la cultura de garaje, los pasillos de cartón piedra y la obsesión por convertir la risa en miedo. Bryan M. Ferguson cierra el círculo con Diet Phantasma, un marco irónico que sirve de nexo y que hace que la propia película parezca un archivo poseído.
La fuerza de la interpretación radica en su fragilidad. Ningún actor busca el lucimiento. Lawson Greyson y Jenna Hogan destacan por su naturalismo contenido en Kidprint, donde los gestos mínimos se vuelven confesiones y la cámara es un testigo incómodo. En Home Haunt, Riley Nottingham y Jake Ellsworth juegan con la ligereza de la comedia adolescente hasta que el tono cambia y lo cotidiano se torna abismo. Plaza se rodea de intérpretes españoles poco conocidos fuera de Europa, rostros nuevos capaces de moverse entre lo litúrgico y lo íntimo. La dirección actoral mantiene el pulso del realismo sucio: personajes que parecen existir más allá del encuadre, seres comunes que se asoman al horror sin entender del todo por qué.
El ritmo del conjunto se comporta como una criatura viva. Hay pulsaciones rápidas, aceleraciones de videoclip y silencios que cortan el aire. La edición de Daniel Garber construye una sinfonía de contrastes. El montaje conecta el caos juvenil de unas historias con la densidad ritual de otras y permite que el espectador respire entre un susto y el siguiente sin llegar nunca a relajarse. Esa irregularidad es su virtud: la película parece improvisada y, sin embargo, todo responde a un equilibrio oculto, como si una misma respiración atravesara las cinco historias.
La trama se despliega como un mapa nocturno. Las historias son distintas, pero se comunican. Todas giran en torno a la mirada, al acto de registrar, a la cámara como espejo que devuelve una culpa. Hay un hilo común que no se dice: el miedo a perder el control de lo que grabamos. En Kidprint, un padre filma inocentemente y su gesto abre un pozo. En Home Haunt, un grupo de amigos crea un pasaje del terror y acaba atrapado en su propia fantasía. En Ut Supra Sic Infra, Plaza convierte una grabación doméstica en rito demoníaco. En Fun Size, Kelly distorsiona los códigos del entretenimiento y muestra el horror de lo viral. Y en Diet Phantasma, Ferguson transforma el soporte VHS en criatura hambrienta. Cinco variaciones sobre una misma obsesión: lo que filmamos nos filma de vuelta.
El guion es preciso, punzante y consciente del género. Cada segmento es autónomo y, sin embargo, deja un eco en el siguiente. La escritura de Perry y Norman brilla por su contención; la de Kelly por su desparpajo; la de Plaza por su gravedad. Todos entienden que el terror moderno no necesita trucos, sino ideas. Aquí el miedo no viene del monstruo, sino del dispositivo. El texto juega con los silencios, con los huecos, con lo que no se explica. Es un guion que confía en la inteligencia del espectador y en el poder del montaje para articular sentido.
El trabajo de fotografía es uno de los mayores aciertos del conjunto. Pablo Rosso aporta a la parte de Plaza una textura húmeda, casi pétrea, que convierte la oscuridad vasca en materia viva. Sean Price Williams firma los planos más enfermizos de Kidprint, con ese color amarillento que parece emanar de una lámpara moribunda. El operador Sam Davis recrea el estilo amateur de los años ochenta para Home Haunt con luces navideñas y sombras profundas que parecen parodiar a Poltergeist. En Fun Size, el color es saturado y brillante, una ironía sobre el artificio del consumo. Y en Diet Phantasma, Ferguson y su equipo usan cámaras analógicas reales, consiguiendo que la textura del VHS se sienta táctil, casi contagiosa. La película tiene una unidad visual basada en el deterioro: cada plano parece a punto de descomponerse.
El diseño de producción y el atrezo prolongan esa estética de descomposición. Las máscaras de goma, los pasillos de cartón, los viejos televisores, las cintas enredadas y los juguetes rotos no son simples decorados, son rastros de una cultura que envejece y no quiere morir. La directora artística Andrea Ruiz trabaja con objetos reales encontrados en mercadillos y trasteros. Cada elemento parece tener historia. El espectador siente que podría tocar el polvo de esos objetos. Hay un cariño especial por lo imperfecto, por lo manual, por lo que se desmonta.
La música, compuesta en parte por Ben Lovett, mezcla sintetizadores ochenteros con percusiones electrónicas modernas. Los temas cambian con cada episodio, pero comparten una misma sensación de amenaza. A veces el sonido se distorsiona como una cinta vieja; otras, la melodía desaparece y deja paso al zumbido del magnetismo. El diseño sonoro de Jason LaRocca amplifica ese efecto: el chirrido de la cinta, el soplo de la electricidad, el roce del plástico. Todo parece respirar, incluso el silencio.
La película dialoga con su propio linaje. No solo con las entregas anteriores de V/H/S, sino con toda la tradición del terror episódico, desde Creepshow hasta Trick ’r Treat. También mira hacia el pasado europeo, hacia Los sin nombre o La habitación del niño, y hacia el presente digital de Deadstream. Pero lo hace sin servilismo. Lo que distingue a esta entrega es su mirada ética. Cada historia se pregunta hasta dónde puede llegar el cine antes de convertirse en algo peligroso. Y esa pregunta recorre todo el metraje como una corriente subterránea.
La película no pretende unificar los relatos con una trama explícita, sino con una atmósfera común. Esa atmósfera es la del ojo que observa, la cámara que registra, la imagen que se degrada. El miedo no está en lo que vemos, sino en el hecho mismo de ver. V/H/S/Halloween transforma el terror en un acto de conciencia. Por eso, aunque algunos segmentos sean desiguales, el conjunto resulta hipnótico. Hay algo antiguo en esta película y a la vez algo completamente contemporáneo: una nostalgia que no busca el pasado, sino el temblor de volver a sentir lo que el pasado nos enseñó a temer.
El film termina con un plano que parece mirarte. No hay moraleja ni redención, solo una pregunta suspendida. ¿Qué hacemos con lo que grabamos? ¿Qué hacemos con lo que recordamos? Y ahí se revela su sentido más profundo. El miedo no se derrota, se aprende. Lo que el conjunto quiere transmitir no es una lección ni un mensaje, sino una revelación: la cámara es un pacto. Cada vez que la encendemos estamos convocando lo real, y lo real siempre responde. Salimos de la sala con la sensación de haber sido vistos. Algo se queda adherido a nosotros, un rumor, un eco, un resplandor. La memoria del miedo deja de ser enemiga. Se vuelve compañera. Nos enseña el borde, nos enseña la vida. La memoria no lo encierra. Lo transforma. Lo convierte en una llama que no quema que guía. Y quizá eso sea el cine de terror cuando se hace verdad. Una lámpara encendida en mitad de la noche.
Xabier Garzarain

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