“La virgen de la tosquera”: barro, deseo y conjuro en el ocaso de una inocencia.

Laura Casabe se ha consolidado como una de las cineastas más poderosas y singulares del panorama argentino contemporáneo. Desde sus primeros trabajos, su mirada ha estado marcada por una mezcla de lirismo oscuro, compromiso político y fascinación por lo sobrenatural como reflejo de lo humano. En Los que vuelven exploró el mestizaje entre lo colonial y lo fantástico, usando el terror como espejo de la opresión y la culpa histórica. En La valija de Benavídez insinuaba ya la tensión entre lo real y lo simbólico, entre el cuerpo y el poder. Pero es en La virgen de la tosquera donde alcanza su plenitud expresiva. Estrenada en el Festival de Sundance de 2025, la película confirma a Casabé como una autora madura, consciente de su voz y dispuesta a llevar el género fantástico hacia un terreno profundamente argentino, impregnado de historia, sensualidad, violencia y poesía. Su cine ya no observa: invoca. Se sitúa en la línea de autoras como Lucrecia Martel o Issa López, pero con un lenguaje visual más terroso, más físico, más atravesado por la pulsión del deseo y la rabia contenida.



El ritmo de la película es orgánico, como el pulso de un verano que asfixia. Al principio flota una sensación de calma engañosa: las adolescentes se bañan, ríen, suspiran bajo el sol, la cámara las sigue sin juicio, casi con ternura. Pero el tiempo comienza a dilatarse, la quietud se vuelve pesadez, el calor se transforma en amenaza. Casabé domina la tensión desde lo invisible: no necesita sustos, solo silencios que se prolongan un segundo más de lo esperado, miradas que ya no son inocentes, respiraciones que se agitan sin motivo aparente. Ese ritmo pausado, casi hipnótico, va construyendo una atmósfera de fatalidad inminente. Y cuando la historia explota —con la llegada de Silvia, con la traición amorosa, con los primeros rituales—, el ritmo no se acelera, sino que se vuelve febril. Cada plano vibra. Cada sonido parece un presagio. Casabé entiende el tiempo cinematográfico como un hechizo: primero te acaricia, luego te atrapa, finalmente te quema.


El drama que late en el centro de la película es doble: personal y social. Natalia, Mariela y Josefina viven en los márgenes de Buenos Aires, en un territorio donde la pobreza convive con la esperanza, y donde el deseo se mezcla con la superstición. Están enamoradas de Diego, su amigo de la infancia, símbolo de lo que aspiran y no alcanzan. Cuando irrumpe Silvia, más mayor, más libre, más cercana al mundo que ellas anhelan, ese amor adolescente se convierte en campo de batalla. El triángulo sentimental se convierte en metáfora del país: lo que desean se les escapa, lo que intentan poseer las destruye. Y la abuela Rita, guardiana de una sabiduría antigua, introduce la magia como herramienta de defensa, pero también como fuente de condena. El guion traza la caída de Natalia como un descenso al infierno interior: primero el deseo, luego la frustración, después la invocación y, finalmente, la culpa. El país de 2001, en plena crisis, funciona como espejo de ese derrumbe íntimo. Lo personal y lo político se confunden hasta ser uno solo.


Las interpretaciones son un logro colectivo. Dolores Oliverio, en su primer gran papel protagonista, es un descubrimiento. Su rostro contiene la luz de la inocencia y la oscuridad de la obsesión. Interpreta a Natalia con una naturalidad que asusta: sus gestos no son de actriz, son de animal que intuye el peligro. Luisa Merelas dota a la abuela Rita de una presencia magnética; cada vez que aparece en pantalla, el ritmo se detiene. Su voz tiene la gravedad de los mitos, su cuerpo pesado recuerda que el saber también duele. Fernanda Echevarría del Rivero encarna a Silvia con elegancia y ambigüedad: su mera presencia descoloca. Representa la modernidad, la experiencia, la libertad que se convierte en amenaza. Y Dady Brieva, en un registro más contenido, aporta humanidad a un personaje que podría haber sido arquetípico, recordándonos que incluso los adultos aquí son prisioneros del mismo hechizo. La dirección de Casabé saca lo mejor de todos: no hay sobreactuación, no hay impostura, hay verdad.


El guion, firmado por Casabé, Benjamín Naishtat y Mariana Enríquez, es una fusión magistral de géneros. Naishtat aporta la mirada política, el contexto social de la Argentina en crisis, el eco de un país que se derrumba bajo la corrupción y el desencanto. Enríquez, maestra del horror cotidiano, introduce el temblor, lo ominoso, lo que se insinúa en los márgenes. Casabé une ambas fuerzas con su intuición poética, creando un relato donde la magia negra se siente inevitable, casi lógica. El texto no busca giros narrativos, sino atmósfera. Los silencios son tan elocuentes como las palabras. Cada diálogo parece arrastrar siglos de dolor heredado. El hechizo central no es solo un ritual: es una metáfora de la desesperación colectiva, de una generación que intenta recuperar el control de su destino en medio del caos.


La música de Pedro Onetto envuelve la película como una presencia espectral. No hay melodías tradicionales ni temas reconocibles. Lo que hay es respiración, murmullo, percusión orgánica. A ratos suena como si la tierra emitiera un lamento. En otros momentos, las cuerdas distorsionadas parecen el eco del deseo. La banda sonora transforma la tosquera —ese espacio de barro y agua— en un personaje vivo. Cada sonido es una vibración que anticipa lo que está por suceder. La música no acompaña: invoca. Se convierte en la extensión emocional de Natalia, en la materialización de lo que no puede decir con palabras.


La fotografía de Diego Tenorio es uno de los pilares de la obra. Sus imágenes tienen textura, peso, olor. Cada plano está concebido como un fragmento del paisaje interior de los personajes. La cámara se mueve lentamente, se detiene en los cuerpos, se sumerge en el agua, respira el aire espeso del verano. La luz natural potencia la sensación de realismo, pero al mismo tiempo introduce una cualidad sobrenatural, como si el calor distorsionara la realidad. Los tonos ocres y verdosos dominan la paleta, sugiriendo la podredumbre y la fertilidad al mismo tiempo. El atrezo y el vestuario completan ese universo: las ropas gastadas, los objetos de devoción mezclados con los de hechicería, las paredes desconchadas, los santos cubiertos de polvo. Nada es decorativo: todo tiene un propósito simbólico. El cine de Casabé es, literalmente, materia viva.


El rodaje estuvo lleno de dificultades y momentos casi místicos. Se filmó en locaciones reales, con un equipo reducido, durante una ola de calor sofocante. Casabé insistió en que el barro debía sentirse en la piel, no recrearse artificialmente. Muchos miembros del equipo enfermaron o sufrieron deshidratación, pero ella se negó a trasladar el set. Decía que el paisaje debía impregnar la película, que el agotamiento formaba parte del hechizo. Una de las anécdotas más recordadas fue el rodaje del ritual final: mientras filmaban, una tormenta eléctrica se desató sobre la tosquera, y el equipo decidió seguir grabando bajo la lluvia. El relámpago que ilumina el rostro de Natalia en la última secuencia no estaba planeado: fue real. Casabé lo conservó porque dijo que la naturaleza había respondido al conjuro.


La película se puede emparentar con otras del género, pero no se parece del todo a ninguna. Tiene la densidad atmosférica de La ciénaga, el tono ritual de The Witch, la crudeza emocional de Tigers Are Not Afraid y la desesperanza política de Rojo. Pero donde esas obras observan el horror con distancia o melancolía, Casabé lo encarna. No hay ironía, no hay metáfora disimulada: hay sangre, barro y verdad. Su manera de filmar lo sobrenatural recuerda más a lo telúrico que a lo gótico. Aquí lo sagrado no está en el cielo, sino bajo la tierra.


El mensaje de la directora atraviesa toda la película como una corriente subterránea. Habla del poder femenino, sí, pero también del precio de ese poder. Habla del deseo, de la culpa, de la necesidad de romper con lo heredado sin saber si se sobrevivirá a ello. Casabé muestra a las mujeres como herederas de un conocimiento antiguo, transmitido en secreto, despreciado por la historia oficial, pero indispensable para seguir existiendo. Su mirada es política porque reivindica lo invisible: lo doméstico, lo mágico, lo femenino, lo marginal. También habla de un país que se repite en su caída, de una sociedad que, como Natalia, parece condenada a invocar fantasmas para soportar la realidad.


La conclusión deja una herida abierta. Cuando el hechizo se cumple y Natalia comprende el precio, el verano termina y el país se hunde en la oscuridad. No hay catarsis. Solo comprensión. La virgen de la tosquera no ofrece consuelo, sino lucidez. Es una película que se mete debajo de la piel y se queda allí, respirando, recordándote que toda belleza contiene su sombra. Laura Casabé ha filmado una obra maestra de la incomodidad: un canto al poder y a la pérdida, una elegía del deseo y del dolor, una fábula sobre la necesidad de mirar lo que asusta para poder seguir viviendo.


Xabier Garzarain 

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