“O.T.H.E.R”: La casa que seguía mirando.

La trayectoria cinematográfica de David Moreau se revela hoy con la solidez de quien ha explorado durante años los caminos del terror íntimo y la psique humana con precisión francesa. Desde sus primeros éxitos en thrillers de asedio doméstico y vigilancia emocional, Moreau se ha construido un lenguaje propio: la cámara que acecha, la casa que respira, el pasado que no descansa. En esta O.T.H.E.R. abandona la pura tonalidad de susto para sumergirse en la melancolía de lo no dicho, en la herida latente. Es un cineasta que ya sabía cómo provocar inquietud con simples gestos —una silueta en penumbra, un clic sin sonido, un pasillo que espera— y que aquí afina su pulso al medir cada segundo, cada silencio, cada fuera de foco como un objeto de terror. Porque Moreau no sólo construye miedo: construye memoria, zozobra, arrepentimiento.



La interpretación de Olga Kurylenko asume el centro con gravedad y elegancia imposible de ignorar. Su Alice no es una superviviente automática ni una víctima pasiva: es alguien que regresa al lugar donde fue moldeada para dejar de ser. La actriz se atreve a la contención, al sufrimiento que no se desborda en gritos sino en miradas, en respiraciones entrecortadas, en el espacio que queda entre dos objetos ya rotos. El reparto secundario acompaña con decoro, sin robar foco; cada personaje menos ella es sombra, reflejo, eco de algo mayor que su voz. Kurylenko permite que la cámara la explore como un territorio deshabitado, un cuerpo que reclama un legado, una casa que nunca la dejó ir. Su interpretación se convierte en la bisagra de la película: gracias a ella, cada rincón del hogar se llena de preguntas, no de respuestas.


El ritmo de la película es una respiración que se alarga y se contrae como un pulmón que acumula monóxido. No hay urgencia desatada, sino tensión sostenida. Moreau evita los sobresaltos frecuentes y opta por la espera, por el titubeo, por el instante en que algo no sucede pero sabemos que va a suceder. Algunas secuencias se estiran con deliberación para permitir que el espectador note el paso del aire viciado y la crispación crepitante de los espacios. Ese ritmo paciente cosecha inquietud, pero también exige resistencia: quien busca acción rápida puede sentir que la función se dilata. Y sin embargo esa decisión narrativa no es un defecto: es la médula de la obra.


La trama es una fábula de retorno y vigilancia, de madre muerta y casa congelada en el tiempo. Alice ha huido, ha borrado trazas, ha cortado lazos que creía imposibles de sostener. Y vuelve por un rito: poner las cosas en orden, cumplir con el deber filial. Pero la casa se niega. El pasado se agazapa en cada cuadro, en cada cable que sobresale, en cada interruptor que ya no debería funcionar. El sistema de videovigilancia no es sólo un artificio de espanto: es la metáfora de un hogar que observó, que midió, que registró todo y que nunca oyó nada. La historia se mueve entre lo visible y lo escondido, entre la cámara y la sombra, entre la niña que fue Alice y la mujer que quedó. Esa tensión es el motor del relato. Hay un giro, sí, pero menos importante que lo que la trama no dice: que los recuerdos se pueden filmar, se pueden revisar, se pueden borrar, pero lo que no se puede eliminar es el eco que queda.


El guion, firmado por Jon Goldman, plantea una estructura austera y mimética. Las líneas de diálogo son pocas, los silencios muchos. Hay una deliberada economía de palabras: porque lo que aquí importa no se dice, se cifra en lo que no se dice. El guion juega con la dualidad entre la luz que refleja y la sombra que encierra. Aun así en ciertos tramos la lógica narrativa cede terreno al símbolo, a la sensación y al dispositivo. En esos momentos la película pierde algo de nitidez pero gana intensidad emocional. Porque quizás el lenguaje del trauma no necesita ser completamente racional. La clave está en la herida abierta, no en el vendaje perfecto. Goldman y Moreau se asocian para permitir que la casa hable, que los objetos griten, que la imagen registre lo que la protagonista teme nombrar.


La fotografía convierte el espacio en un personaje. Los pasillos adoquinados, la luz fría que entra por la ventana, los reflejos en el espejo que deforman rostros, los pasillos que devuelven pasos: todo coopera para generar una atmósfera donde el hogar se vuelve ajeno. El enfoque tiende a lo claustrofóbico cuando la cámara desciende, a lo contemplativo cuando asciende: hay tensión visual en el recorrido. Las composiciones barrocas se controlan, las profundidades se contraen para que el fondo pierda fiabilidad. Y ese sistema de videovigilancia se integra en la visualidad como un ojo más, como un dispositivo simbólico que observa y juzga. La fotografía no escatima en belleza, pero nunca en frío: es la belleza de lo que duele, no la de lo que consuela.


El atrezo y los escenarios se convierten en archivos de memoria. El dormitorio juvenil que parece inmutable, los objetos que quedaron sin mover, los recortes, las fotografías pegadas en la pared, las cámaras que sobresalen en el techo como cicatrices: cada detalle cuenta. No hay explosión de colores ni de caos; la estética es doméstica, reconocible, y por ello tan perturbadora. La combinación de lo viejo y lo nuevo —una videocámara de hace décadas junto a un sistema de vigilancia moderno— resume lo que la película dice sin decirlo: los recuerdos no caducan, sólo se reorganizan. Así el vestuario, los muebles, los interruptores —todo es testigo. Y testigo silencioso.


La música de Nathaniel Méchaly actúa como latido en la penumbra. No busca melodía memorable sino tensión contenida, pulsación discreta y constante. Los sonidos ambientales, los zumbidos eléctricos, los silencios que se alargan demasiado: todo es cálculo. La partitura no ensordece, acompaña. Es como el murmullo de la casa que nadie atiende. En ciertos momentos la música sube y se convierte en golpe, pero mayor parte del tiempo se mantiene en sombra abierta. Quienes prestan atención oirán más los ecos que las notas.


La relación con otras películas del género se filtra con sutileza. Hay ecos de la vigilancia obsesiva, del cuerpo que se convierte en escenario, de la casa que atrapa: recordamos obras como The Watchers o incluso la mirada tecnológica de los susurros de lo doméstico. Pero Moreau no repite: rehace. Toma la herencia de la intrusión en la intimidad y la traslada a un territorio casi operístico del dolor. Existe un linaje de films que transforman el hogar en laberinto, pero Other añade la videovigilancia y la imagen como herida. Es híbrido entre home invasion, thriller psicológico y eco familiar. Esa fusión lo ubica en el presente del cine de género europeo: atento, inteligente, atmosférico. Un paso más allá del puro susto.


O.T.H.E.R es una historia sobre la mirada que aprieta hasta deformar. Sobre una hija que fue educada para ser imagen antes que persona. Sobre una madre que ejerció el control como legado y como jaula. La casa no es un lugar. La casa es un sistema. Las cámaras no vigilan la seguridad. Vigilan la obediencia. El monstruo no nace fuera. Nace en la pantalla que devuelve una cara perfecta y exige que esa cara no cambie nunca. Moreau quiere decir que la belleza sin amor se convierte en violencia. Que la vigilancia sin cuidado es tortura lenta. Que el pasado no muere cuando se tapa. Muere cuando se nombra. La película avanza entre decisiones brillantes y decisiones discutibles. Cuando se ata a la psicología duele de verdad. Cuando abraza la fisicidad pierde precisión pero gana gravedad simbólica. Queda un retrato potente de una mujer que se mira a sí misma y no se reconoce. Queda una tesis amarga. Crecer consiste en apagar cámaras y abrir ventanas. No para huir. Para volver a entrar con luz. Kurylenko entrega un trabajo que respira y sangra. La puesta en escena la acompaña con dureza y con pudor. Salgo de la casa con marcas en la piel. No todas son bonitas. Todas son verdad. Y con esa verdad basta para recomendar su visión. Porque el miedo no es grito. El miedo es ese segundo en que entiendes que te estabas mirando con ojos ajenos. Y decides devolverte la mirada.


Xabier Garzarain 

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