“Primate” Cuando la bestia estaba en casa.
La trayectoria cinematográfica del director. Johannes Roberts ha sido siempre un explorador del miedo que nace de lo cotidiano. Desde sus primeras películas como The Other Side of the Door o Storage 24hasta su explosión con 47 Meters Down y The Strangers: Prey at Night, ha trabajado sobre la idea del espacio que se cierra, del cuerpo que resiste, de la amenaza que se arrastra bajo una calma aparente. Su cine no se apoya en grandes discursos sino en la precisión física del pánico. Cada película suya es un ejercicio de tensión controlada. En Primate lleva esa obsesión a su punto más íntimo. El hogar como trampa. La familia como espejismo. La bestia no surge del bosque sino de la costumbre. Su evolución revela una conciencia más madura. Ya no le interesa solo el susto. Le interesa la culpa. Le interesa lo que ocurre cuando el amor y el instinto se confunden. El salto de Roberts aquí no es técnico sino moral. Pone en juego la idea de que todo lo que protegemos acaba mirándonos con ojos desconocidos.
La interpretación de los personajes respira verdad y desgarro. Johnny Sequoyah sostiene el corazón de la historia con una mezcla de fuerza y fragilidad. Su Lucy no es una heroína arquetípica sino una joven que aprende a reconocer el miedo como espejo del amor. Cada gesto suyo tiene el pulso de quien vuelve a casa y descubre que el pasado no la esperaba con los brazos abiertos. Jessica Alexander aporta a Hannah una energía inquieta. Es la amiga que vive en apariencia para el instante pero que esconde una intuición más profunda. Cuando la amenaza se manifiesta ella se convierte en un hilo entre la empatía y la desesperación. Kevin McNally representa la figura del adulto que cree controlar lo salvaje. Su rostro endurecido muestra la caída del orden. Cada palabra suya es un intento fallido de restaurar la autoridad en medio del caos.
Y entonces aparece Troy Kotsur. Su presencia transforma la película en algo más grande que un ejercicio de terror. Kotsur interpreta al padre sordo de Lucy y su personaje no escucha el grito pero percibe la vibración. En medio del ruido su silencio tiene peso. Sus manos hablan más que las palabras. Cuando señala el peligro lo hace con la certeza de quien ha aprendido a leer el aire. Lo que podría haber sido un detalle de reparto se convierte en una decisión narrativa esencial. Johannes Roberts y Ernest Riera reescribieron parte del guion para que la sordera de Kotsur no fuera un adorno sino una mirada. Esa mirada añade textura y simbolismo. En un mundo dominado por el ruido él es el único que realmente escucha. Troy Kotsur ya había conmovido al mundo con su interpretación en CODA, por la que ganó el Oscar al mejor actor de reparto. Allí fue un padre que amaba desde el silencio y que enseñaba a su hija a oír el corazón del mar. En Primate vuelve a explorar esa frontera entre el sonido y la percepción, entre la incomunicación y la presencia. Su papel aquí vibra con una melancolía distinta. Mientras los demás gritan y buscan explicaciones él se mueve por instinto. Lee los cuerpos. Intuye la tragedia. Su lenguaje corporal introduce un ritmo interno que contrasta con el frenesí del montaje. Su calma es un contrapunto de humanidad en medio del terror. En su relación con Ben el chimpancé hay ternura y advertencia. El padre sordo fue quien más creyó en la posibilidad de convivencia. Creyó que la empatía podía domar el instinto. Cuando la rabia estalla no hay reproche en su rostro sino un dolor profundo el de quien comprende demasiado tarde. La interpretación de Kotsur eleva el relato porque nos obliga a mirar más allá del grito. Nos recuerda que el miedo no siempre se oye. A veces solo se siente vibrar en los huesos.
El ritmo de la película está trazado con una precisión casi muscular. Roberts trabaja la tensión como una respiración que se contrae y se suelta. La primera parte es luminosa. El regreso a casa. La piscina. Las risas. El verano detenido en un instante. Pero cada plano tiene una grieta. Algo se prepara. La luz se vuelve más blanca. El sonido del agua se hace más pesado. Cuando el chimpancé enferma la música se corta y el relato cambia de piel. Desde ese momento todo se mueve por impulsos. El montaje alterna ataques secos con pausas asfixiantes. No hay un solo minuto de descanso. La noche cae sobre los cuerpos mojados. El agua se convierte en refugio y prisión. Cada secuencia tiene su propio pulso, su propio aliento. La película dura apenas ochenta y nueve minutos pero se siente eterna. Cada segundo se estira hasta el límite.
La trama es sencilla pero contundente. Lucy vuelve a casa después de la universidad. Su familia vive con Ben, un chimpancé al que criaron desde pequeño como si fuera otro hijo. La vida doméstica parece un idilio tropical. Una fiesta en la piscina lo celebra todo. Pero algo se tuerce. Ben contrae la rabia y el caos se instala. La familia y los amigos se atrincheran en la piscina mientras el animal acecha desde fuera. El agua es frontera y salvación. La casa de lujo se convierte en una jaula de cristal. La película avanza como un experimento moral. Cada decisión revela una culpa. Cada movimiento una contradicción. El verdadero enemigo no es el chimpancé sino la mentira que sostuvieron durante años.
El guion de Roberts y Ernest Riera evita el adorno y la retórica. No hay discursos ni explicaciones innecesarias. Todo lo que importa se dice con cuerpos, miradas y silencios. El texto está construido sobre reglas claras: la piscina como límite, el animal como reflejo, la familia como negación. Los diálogos son escasos pero precisos. No buscan empatía fácil. Buscan verdad. Lo que parece una historia de supervivencia se transforma en un alegato sobre la ceguera emocional. La palabra familia se convierte en trampa. Lo que se pensaba amor resulta ser control. Y cuando el control desaparece el amor ya no sabe cómo sostenerse.
El rodaje fue una prueba física y emocional para el equipo. Se filmó en Hawái entre septiembre y noviembre de 2024, en una casa real suspendida sobre un acantilado. La piscina infinita era tanto un desafío técnico como un símbolo visual. La producción combinó efectos prácticos y digitales con un realismo sorprendente. El chimpancé Ben fue creado mediante prótesis, animatrónicos y refuerzos de imagen, evitando el uso de animales reales. Roberts quiso que el miedo se sintiera en el tacto y en la proximidad. Troy Kotsur inspiró cambios de guion y de rodaje. Se incluyeron planos que reforzaban su percepción del mundo a través del movimiento y de las vibraciones del suelo. Nada de eso fue improvisado. Cada secuencia fue medida como una coreografía de cuerpos cercados por el miedo.
La fotografía de Stephen Murphy es una danza de luz y sombra. La casa blanca y luminosa se convierte lentamente en una prisión azul. El mármol refleja la sangre. El agua brilla como si escondiera algo. Los planos aéreos iniciales son de postal. Los planos finales son de pesadilla. El ojo de Murphy entiende la luz como un animal que cambia de humor. A medida que avanza la historia, los colores se contaminan. El sol se apaga. El agua se enturbia. La noche es casi física. Cada reflejo en la superficie de la piscina es un recordatorio de que lo bello también puede morder.
El atrezo es parte del discurso. Cada objeto doméstico se vuelve un arma inútil. Los flotadores se rompen. Las tumbonas sirven de barricada. Los móviles no tienen cobertura. Las luces automáticas se encienden en el momento equivocado. Todo lo que estaba pensado para el placer se convierte en un obstáculo. La casa moderna es un campo de batalla que no sabe defenderse. Es el retrato exacto de una civilización que confunde seguridad con decoración.
La música de Adrian Johnston pulsa como una respiración entrecortada. No hay melodía. Hay latido. Un compás de tambores secos, de cuerdas tensas que arañan el aire. En ciertos momentos el silencio se impone y el sonido ambiente toma el relevo. Gotas, respiraciones, chirridos. La música no acompaña, anticipa. No embellece, amenaza. Al final, cuando todo parece haberse detenido, una nota grave queda suspendida y no se apaga. Es el eco del miedo, la memoria del amor roto.
La relación con otras películas del género es evidente pero no servil. Primate bebe de Cujo y de The Birds, del cine de asedio de los ochenta, de la tensión física de Jaws y de la precisión espacial de Panic Room. Pero su mirada es más íntima, más moral. Aquí el animal no representa la naturaleza rebelde. Representa el reflejo de una humanidad que quiso domesticarlo todo. Es heredera del terror biológico y del horror familiar. Es un eco de Alien, donde el monstruo se infiltra en lo cotidiano, y de The Mist, donde la desesperación humana es más peligrosa que la criatura. Roberts no copia, conversa. Convierte el homenaje en autopsia.
Y llega la conclusión final. La película no termina cuando el chimpancé muere ni cuando amanece. Termina cuando Lucy mira el agua y se reconoce. Lo que Johannes Roberts quiere transmitir no es solo el miedo al animal sino el miedo a lo que ocultamos bajo la palabra amor. Primate habla de la arrogancia humana. De nuestra necesidad de sentirnos dioses en miniatura. De la ilusión de que podemos dominar lo salvaje sin perder algo esencial. Pero lo salvaje siempre vuelve. El animal es solo el mensajero. La rabia que lo enferma es la nuestra. Es la fiebre del control, la soberbia de la posesión, el deseo de convertir lo vivo en decoración.
El mensaje es oscuro pero necesario. El amor sin límites puede destruir lo que pretende proteger. La familia puede ser una jaula disfrazada de refugio. La casa moderna puede ser un templo del miedo. Roberts nos obliga a mirar el reverso de la ternura. Nos dice que no hay cuidado sin respeto, que no hay amor sin distancia, que no hay seguridad sin conciencia. La última imagen de Lucy es la más honesta. No mira al horizonte. Mira hacia dentro. Sabe que sobrevivir no es ganar. Es aceptar la verdad.
Primate es terror, sí, pero también es espejo. Es una parábola sobre el precio de la negación. Sobre la ceguera elegida. Sobre la necesidad de reconocer que lo que creemos controlar puede destruirnos. Es un cine que no busca asustar por el susto sino por la revelación. Johannes Roberts ha creado su obra más madura, más precisa, más dolorosa. Un descenso al corazón de la mentira humana. Un recordatorio de que el verdadero infierno no está en el bosque ni en el agua sino en el silencio que construimos cuando llamamos hogar a una jaula de cristal.
Xabier Garzarain

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