“ReduxRedux”:el eco infinito de la venganza.
La trayectoria de Kevin y Matthew McManus siempre ha girado en torno a la tensión invisible que habita en las relaciones humanas. Desde sus primeros trabajos, los hermanos han demostrado una obsesión por la culpa, la violencia y los bucles morales que se forman cuando la justicia deja de ser un ideal y se convierte en necesidad. En American Vandal exploraron la mentira y la percepción. En The Block Island Sound profundizaron en el terror metafísico de lo cotidiano. Con Redux Redux dan un paso más allá y se adentran en la maquinaria del tiempo, la venganza y la descomposición emocional de una madre. La película no busca respuestas: las destruye. Y en ese proceso los McManus firman su obra más madura, una mezcla abrasiva entre el thriller y la ciencia ficción que transforma el dolor en una geometría del sufrimiento.
La interpretación de Michaela McManus sostiene el peso del relato como si lo arrastrara desde el fondo del infierno. Su Irene Kelly no es una heroína, es una herida abierta que se niega a cerrar. McManus actúa desde la grieta: cada mirada suya contiene el temblor de la pérdida y la lucidez de quien ya ha cruzado todos los límites. Su metamorfosis a lo largo de la película es devastadora. En las primeras escenas aún hay algo de humanidad, un temblor de duda, pero a medida que el viaje entre realidades avanza, su rostro se vuelve una máscara de determinación. Jeremy Holm, en el papel del asesino, es puro magnetismo contenido. No interpreta a un monstruo sino a un hombre que se convierte en uno por las circunstancias. Su presencia es tan real que cada reencuentro con Irene parece una repetición del mismo pecado original. Los secundarios, desde Debra Christofferson hasta Jim Cummings, aportan matices de cansancio, humanidad y horror que amplían la textura moral del film.
El ritmo de Redux Redux es una cuerda tensa que nunca se rompe. Los McManus construyen la película como una espiral que va cerrándose poco a poco hasta asfixiar al espectador. No hay respiro. Cada salto entre realidades es un golpe emocional y un recordatorio de que no existe línea temporal capaz de reparar el dolor. La trama se despliega como un laberinto de espejos: una madre que mata una y otra vez al mismo hombre intentando corregir algo que ya está roto. Cada universo paralelo es más turbio que el anterior, como si el acto de venganza contaminara no solo su alma sino el propio tejido del tiempo. La película juega con la paradoja moral del eterno retorno: cuanto más intenta Irene salvar a su hija, más la pierde. Esa repetición es la verdadera condena.
El guion, escrito también por los McManus, es una pieza de relojería emocional. Cada línea de diálogo está cargada de subtexto. Las conversaciones entre Irene y el asesino son una danza entre el odio y la compasión, entre el instinto animal y la conciencia de estar atrapados en un ciclo sin fin. Lo brillante no es la premisa sino su desarrollo: la manera en que la historia se va cerrando sobre sí misma hasta que ya no se distingue la justicia del delirio. No hay moraleja, solo una certeza: la venganza, cuando se repite, se convierte en un hábito, y los hábitos son otra forma de prisión.
El rodaje estuvo marcado por la precisión obsesiva de los directores. Cada universo alternativo fue filmado con un tono visual y lumínico distinto: uno deslavado y frío, otro cálido y saturado, otro apenas iluminado por luces de neón. La decisión de rodar secuencias enteras con cámara al hombro crea una sensación de vértigo constante. Hay anécdotas que hablan de la dificultad emocional del rodaje: McManus pidió a McManus —el otro hermano— que evitara mirar a la actriz principal entre tomas, para mantener la distancia emocional necesaria y preservar la tensión del personaje. Todo en Redux Reduxestá diseñado para incomodar, no por crueldad, sino porque el dolor no puede filmarse con suavidad.
La fotografía es una arquitectura del desasosiego. Paul Koch compone un universo visual en el que cada sombra parece un reflejo de la mente de Irene. Los reflejos, los pasillos infinitos, los destellos metálicos del laboratorio donde se altera el tiempo: todo remite a una interioridad fracturada. Los tonos grises dominan, interrumpidos por breves irrupciones de rojo, como si la sangre se colara por los márgenes de la realidad. En las escenas nocturnas la cámara apenas deja respirar, y en las diurnas la luz parece un castigo. La textura visual se convierte así en un espejo del alma de la protagonista: todo lo que toca se contamina de su obsesión.
El atrezo y el diseño de producción juegan un papel esencial en la creación de ese mundo interdimensional. No hay grandes efectos visuales, sino detalles minuciosos: relojes descompuestos, fotografías alteradas, un colgante que cambia de forma en cada universo, objetos que sirven de anclas emocionales. El espacio doméstico —la casa, la habitación de la hija, el garaje donde Irene prepara su máquina de salto— se convierte en un santuario del trauma. Los McManus entienden que el horror no está en el futuro sino en lo que se repite.
La música de Paul Koch es el pulso del film. Minimalista y atmosférica, a ratos electrónica y a ratos sinfónica, parece respirar al ritmo del corazón de Irene. Los silencios son tan importantes como los sonidos. En las secuencias de mayor tensión la música se retira por completo, dejando solo la respiración de la actriz y el eco del espacio. Y cuando regresa, lo hace como una descarga eléctrica. Koch utiliza notas sostenidas y distorsiones que recuerdan a los experimentos sonoros de Jóhann Jóhannsson, envolviendo la película en una sensación de trance, de bucle hipnótico.
La relación de Redux Redux con otras películas del género es clara. Hay ecos de Prisioneros en su tono moral y en la obsesión por el límite ético de la venganza. Hay destellos de Looper en la construcción temporal y de Coherence en la fragmentación de la realidad. Pero más allá de las referencias, la película posee su propia voz: un híbrido entre la ciencia ficción cerebral y el thriller emocional. Los McManus consiguen algo raro: que el viaje entre realidades no se sienta como un truco de guion, sino como una consecuencia natural de la psicología de su protagonista.
La conclusión es una caída sin red. Redux Redux no ofrece redención, solo comprensión. Irene Kelly termina entendiendo que no hay universo posible donde su hija siga viva, que su cruzada no era un acto de justicia sino una negación del duelo. La última escena, en la que observa una realidad donde nunca existió, es de una tristeza devastadora. Los McManus nos recuerdan que el tiempo no cura, solo reorganiza las heridas. Lo que quieren transmitirnos es que la venganza no detiene el dolor, solo lo multiplica. Que el amor deformado por la culpa se convierte en destrucción. Y que, a veces, la única salida no es cambiar la historia, sino aceptarla.
En el fondo Redux Redux es una película sobre la imposibilidad de volver atrás, sobre la condena de vivir sabiendo que lo que hicimos o dejamos de hacer seguirá resonando en todas las versiones posibles de nosotros mismos. Una historia donde la ciencia ficción sirve como metáfora de la pérdida, donde la venganza es solo el lenguaje del dolor. Una película que, como su título, se repite y se repite, hasta que entendemos que lo único que no se puede reescribir es la verdad.
Xabier Garzarain

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