“Urchin”: La herida que respira en las calles de Londres.

 La trayectoria cinematográfica del director Harris Dickinson es la de alguien que ha vivido mucho cine desde dentro antes de atreverse a firmar el suyo propio. Llega a Urchin después de encarnar a chicos frágiles y a la deriva en títulos como Beach Rats (2017) o Triangle of Sadness (2022) y tras haber sido testigo de historias reales de East London durante años de trabajo con organizaciones que apoyan a personas sin hogar y a jóvenes en riesgo. Todo ese aprendizaje desde el lado del actor y desde el contacto directo con la calle le da a su debut una sensibilidad especial. Urchin se siente como un regreso a casa y al mismo tiempo como una declaración de intenciones. Dickinson no entra en el cine social para repetir una fórmula sino para preguntar de nuevo quién mira a quién y desde dónde miramos nosotros a quienes se han caído del sistema.


La interpretación de los personajes pivota alrededor de Frank Dillane y su Mike un hombre que lleva cinco años durmiendo en la calle y que ha aprendido a protegerse a base de dureza y de desconfianza. Dillane compone un cuerpo que avanza encorvado siempre atento a la próxima humillación al próximo portazo al próximo billete que no llega. Hay inteligencia en la mirada hay encanto hay sentido del humor pero todo aparece atravesado por una electricidad nerviosa que puede estallar en cualquier momento en violencia o en autoboicot. El actor consigue algo muy difícil hace que entendamos a Mike incluso cuando se equivoca incluso cuando da miedo. Megan Northam aporta una ternura nada idealizada en el personaje de Andrea que llega a la vida de Mike como una posibilidad de vínculo y también como un espejo incómodo. El reparto secundario sostiene esa sensación de comunidad inestable desde los compañeros de albergue hasta la trabajadora social o el hombre al que Mike ha hecho daño y al que debe mirar a los ojos en un encuentro de justicia restaurativa. Nada parece escrito para ilustrar una tesis todo parece arrancado de conversaciones reales de cuerpos reales que han pasado demasiado frío.


El ritmo de la película respira como respira la calle. Hay días que se estiran sin pasar nada más que pequeñas humillaciones y pequeñas estrategias de supervivencia y luego hay sacudidas repentinas en las que una decisión lo cambia todo. Dickinson alterna largos pasajes de observación silenciosa con escenas muy tensas que se concentran en pocos metros cuadrados. El primer tramo nos mantiene a cierta distancia miramos a Mike desde la acera de enfrente mientras pide unas monedas mientras busca un rincón seco donde extender el cartón. Poco a poco la cámara se va pegando a él y el montaje acelera su pulso cuando llegan la detención la celda el albergue la cocina donde consigue un trabajo mínimo el intento de sobriedad. El ritmo nunca busca la épica del éxito ni el espectáculo del derrumbe. Lo que entrega es algo más honesto la sensación de estar siempre al borde al borde de una recaída al borde de una pelea al borde de una oportunidad que quizá no se repetirá.


La trama de Urchin parece sencilla pero está llena de capas. Un hombre intenta rehacer su vida tras un delito violento y recibe una segunda oportunidad a través de un programa que le ofrece cama trabajo y un marco de tratamiento. Sobre ese esqueleto Dickinson construye una estructura llena de idas y venidas donde cada avance lleva incrustado un retroceso posible. El guion no convierte a Mike en héroe ni en monstruo. Es capaz de un gesto dulce con alguien todavía más perdido que él y también de una crueldad seca cuando se siente acorralado. La escena de justicia restaurativa con la víctima del robo es el corazón moral del film. Ni el encuentro funciona como catarsis ni las palabras cierran nada. Lo que queda es un malestar profundo una dificultad casi física para sostener la mirada del otro. El guion rehúye cualquier moraleja tranquilizadora y nos deja en un terreno incómodo. No hay redención limpia no hay castigo ejemplar que ordene el mundo. Solo hay personas que arrastran traumas y que siguen chocando contra una ciudad que les tolera mientras no molesten demasiado.


Las anécdotas de rodaje ayudan a entender por qué la película se siente tan encarnada. Dickinson ha contado que el proyecto nace de años mirando de cerca la realidad de la calle y escuchando historias de gente que ha caído por grietas que no se ven en los discursos oficiales. Gran parte del reparto procede de castings abiertos y de colaboraciones con asociaciones de base y el director se reservó un papel pequeño a última hora por la caída de otro actor lo que subraya el carácter casi artesanal de la producción. Frank Dillane se preparó conviviendo con testimonios reales e incluso visitando una prisión para entender la mezcla de culpa orgullo y miedo que define a muchos hombres en el límite. El rodaje se desarrolló en localizaciones reales de East London con un equipo ligero que podía moverse con rapidez y que a menudo filmaba entre transeúntes que no sabían que había una cámara allí. Esa energía se nota. Nada en Urchin huele a plató desinfectado.


La fotografía de Josée Deshaies convierte la ciudad en un cuerpo cambiante que nunca se deja abrazar del todo. En los exteriores la luz fría de Londres cae sobre fachadas húmedas puentes ferrocarril y portales donde la gente duerme pegada a los radiadores invisibles de los edificios. La cámara mantiene a veces una distancia casi documental y en otros momentos se pega a la nuca del protagonista hasta que el fondo se disuelve en manchas de color. De noche las farolas y los neones dibujan halos que rozan lo alucinatorio y traducen visualmente los momentos en los que la mente de Mike se desborda. No hay postal turística ni centro monumental. Lo que hay es ciudad como laberinto y como jaula ciudad como lugar donde puedes estar rodeado de gente y sentirte radicalmente solo.


El atrezo y el diseño de producción trabajan en una escala casi microscópica. Cartones doblados y metidos bajo el brazo. Mantas que ya no tienen color. Tazas de poliestireno que se apilan en los bancos de un comedor social. Bolsas de plástico con toda una vida dentro. Las llaves de un albergue que cuelgan de un cordel deshilachado. Uniformes baratos de cocina. Un móvil con la pantalla rajada que se convierte en la única puerta posible hacia un mensaje de alguien que se preocupa. Esta acumulación de pequeños objetos construye un retrato material de la pobreza que no necesita subrayados. Habla por sí misma. La ciudad misma funciona como atrezo gigante túneles estaciones vagones silenciosos portales que se cierran antes de que el protagonista llegue.


La música de Alan Myson entra y sale con mucha prudencia. No es una banda sonora que nos diga lo que debemos sentir. Son pulsos electrónicos muy discretos a veces casi respiraciones que se mezclan con el tráfico y con los ruidos de la calle. En los momentos de mayor fragilidad la música parece afinar la escucha hacia dentro y nos mete en la cabeza de Mike sin recurrir a grandes subidas emocionales. En otros instantes Dickinson apuesta por el silencio y deja que el sonido del plástico del viento de los pasos de la policía o del tren en la distancia lleven el peso dramático. Esa contención evita la pornografía emocional y refuerza la honestidad del relato.


La relación de Urchin con otras películas de su género es evidente y fecunda. Uno puede pensar en el realismo social de Ken Loach con I Daniel Blake (2016) o Sorry We Missed You (2019) en la observación íntima y dolorosa de Andrea Arnold con Fish Tank (2009) o en ciertos retratos de jóvenes perdidos de Shane Meadows como This Is England (2006). Dickinson bebe de esa tradición británica que mira a la clase trabajadora y a la exclusión sin glamour y sin consuelo fácil. Pero no se limita a imitarla. Introduce elementos casi oníricos en algunas secuencias y juega con una puesta en escena que a ratos se vuelve extrañamente elegante como si quisiera recordar que incluso en el fango hay espacio para la belleza. Frente a la furia más abiertamente política de otros autores aquí lo político pasa sobre todo por la manera de mirar por la decisión de no reducir a Mike a un caso a un diagnóstico a un expediente.


La conclusión final de la película y lo que el director quiere transmitirnos se siente como un nudo en la garganta que tarda en irse. Urchin habla de pobreza de adicción de enfermedad mental y de fracaso institucional pero no se queda en la descripción de un problema. Lo que plantea de fondo es una pregunta incómoda. Qué hacemos con quienes no encajan en nuestro relato de éxito. Qué lugar damos a quienes no pueden sostener una vida ordenada y productiva según las reglas del juego. Dickinson ha dicho que le interesan las personas que caen entre las grietas y eso se nota en cada decisión de puesta en escena.


La película no nos ofrece un milagro final ni una caída al abismo que justifique nuestro miedo. Mike no se convierte en santo ni en villano absoluto. Sigue siendo contradictorio vulnerable imprevisible. Su posible historia de amor no llega para salvarlo sino para mostrar lo difícil que es sostener un vínculo cuando uno arrastra tanto daño. El sistema le ofrece recursos pero también le exige una claridad mental y una constancia que sencillamente no tiene. No porque no quiera sino porque el trauma no desaparece por decreto. Ahí está quizá la idea más potente del film. No se trata de individuos que fallan se trata de estructuras que no están pensadas para abrazar la fragilidad. Las escenas en las que la sociedad mira a Mike son reveladoras. La mirada que cruza la acera para no encontrarse con la suya. La del policía que solo ve un expediente. La de la víctima que quiere entender y a la vez quiere protegerse. Y también la nuestra como espectadores.


En el fondo Urchin nos coloca frente a un espejo nada cómodo. Nos pregunta qué sentiríamos si Mike se sentara a nuestro lado en el bus o en la sala del cine. Nos obliga a aceptar que alguien puede hacer daño y a la vez merecer cuidado. Puede caer una y otra vez y seguir siendo digno de una mano tendida. Esa tensión entre miedo y empatía recorre toda la película y es ahí donde Harris Dickinson demuestra que no ha dirigido solo para lucirse. Ha dirigido para abrir una conversación que va mucho más allá de los festivales y de las críticas.


Cuando terminan los créditos no sentimos que hayamos visto una fábula sobre un pobre hombre que aprende la lección. Sentimos que hemos compartido unas horas con alguien que podría existir a dos calles de nuestra casa. Alguien a quien solemos reducir a una etiqueta drogadicto delincuente peligroso y que aquí aparece como un ser complejo tan capaz de ternura como de destrucción. Esa es la verdadera fuerza de Urchin. No su prestigio festivalero ni sus premios sino la manera casi obstinada en que insiste en la humanidad de quienes el discurso dominante prefiere dejar fuera de plano. Y quizá ese sea el mensaje último del director. Mientras sigamos aceptando que hay vidas desechables la ciudad seguirá produciendo urchins erizos humanos que se defienden a base de pinchos. El cine no puede resolver eso pero puede obligarnos a mirar. Y Dickinson en su primera película nos obliga a hacerlo con una lucidez y una compasión que dejan huella.


Xabier Garzarain 

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